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Los nuevos dogmas en America Latina

Jorge G. Castañeda

Después de un incipiente decenio de oro en América Latina durante los años ochenta, la socialdemocracia hemisférica se debate entre el descrédito ideológico, el desprestigio de gestión y el abandono pragmático o la traición programática de su proyecto. En tiempos pasados, desde la histórica reunión de la Internacional Socialista en Caracas en 1976, su futuro latinoamericano parecía altamente prometedor. Los partidos y, a partir de comienzos de la década anterior, los Gobiernos socialdemócratas europeos apoyaban, auspiciaban y financiaban a sus correligionarios en las Américas: de El Salvador hasta Río de Janeiro, pasando por Santiago de Chile, en la oposición, o Lima, en el Gobierno, el llamado socialismo democrático iba viento en popa.Hoy es la desbandada. La ola ideológica conservadora que ha inundado al mundo entero de axiomas conservadores anteriormente vistos como meras lucubraciones extremistas no ha perdonado a América Latina. La fe absoluta en el mercado, la apertura económica propia y la cerrazón ajena, la privatización y la desregulación se han transformado en los nuevos dogmas de los gobernantes latinoamericanos. El viejo anhelo socialdemócrata se ha desvanecido, relegado al mentado basurero de la historia, junto con sus supuestos hermanos gemelos, el socialismo autoritario de Europa del Este y el clásico populismo hemisférico. Donde aún gobiernan partidos socialdemócratas -Venezuela, Jamaica, Bolivia-, lo hacen poniendo en práctica políticas indiferenciables de las de sus adversarios: Michael Manley en su segunda reencarnación, Carlos Andrés Pérez con su afán privatizador y los motines populares que suscita Jaime Paz Zamora y sus asesores harvardianos se confunden al extremo con sus homólogos neoliberales en América Latina. Donde la socialdemocracia gobierna a medias, o en coalición -Chile, Ecuador-, se suma a un proyecto ajeno, no hace concesiones ni las recibe a partir de un proyecto propio. Por último, donde gobernó antes sufre el oprobio y se vuelve la culpa de todos los males: Alan García en Perú constituye el mejor ejemplo del precio de fracaso socialdemócrata.

Como ya se ha dicho a propósito del socialismo europeo, parece que, para tener éxito, la socialdemocracia latinoamericana tiene que adoptar el programa de sus enemigos; para ser derrotada y humillada, basta que aplique el programa por el cual votaron sus electores. El mecanismo de culpa por complicidad se perfecciona: se asimilan las economías de mercado pero mixtas, reguladas y protegidas, del sur del Río Bravo con las economías de mando centralizado de Europa del Este; se identifica la vocación social, nacionalista y democrática de los socialistas latinoamericanos con la barbarie estalinista de la antigua URSS; se confunde la transición al libremercado en el. Este con el desmantelamiento de un Estado asistencial indispensable en sociedades donde más de la mitad de la población es pobre, y en las que la clase media es una, minoría social, si * no es que étnica también. Pero como las modas ideológicas desconocen el bien, hacer o la honestidad intelectual, no sirve de mucho lamentar la injusticia de la aparenteruina de la socialdemocracia latinoamericana.

Conviene más bien tratar de entender si es duradera o no, y bajo qué condiciones puede superar el trance actual. Por innegable el desmoronamiento ideológico de la izquierda, lo que los marxistas solían denominar las "condiciones objetivas" jamás han sido tan favorables como hoy para un proyecto socialdemócrata en Affiérica Latina. La conjunción de diez años de regresión social y estancamiento económico con un proceso de democratización real, tanto en materia electoral como a través del florecimiento de la llamada sociedad civil, crea condiciones excepcionalmente propicias para un proyecto socialdemócrata clásico. Justicia social, consolidación y extensión de la democracia, construcción y fortalecimiento de la sociedad civil, defensa de la soberanía nacional, integración regional entre iguales: estos temas simples y centrales de un esquema socialdemócrata están más que nunca a la orden del día en un continente devastado por el decenio perdido.

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Más aún, las soluciones que se han buscado a los agobios recientes abonan en el mismo sentido. Las nuevas políticas conservadoras, de libre mercado y apertura económica, pueden rendir resultados a medio plazo. En el mejor de los casos, exacerbarán durante buen tiempo las ancestrales y abismales desigualdades sociales latinoamericanas, dejando desprotegidas a vastas capas de una población de por sí inerme. Y si fracasan, o apenas producen magras recompensas, muy por debajo de las expectativas creadas, una rectificación socialdemócrata puede aparecer con más razón como una alternativa humana, digna y justa, después de la aventura del dejar hacer decimonónico.

" Nadie pretende a esas alturas que la mera pobreza genera automáticamente posiciones políticas o ideología de izquierda, pero la miseria tampoco desemboca permanentemente en apatía y resignación.

Existen, sin embargo, dos grandes interrogantes o reservas. Una podría apodarse así: el síndrome de Sendero, o la verosimilitud de la amenaza extrema. Casi desde el surgimiento en el mundo del movimiento obrero y sobre todo a partir de la Revolución Rusa, la socialdemocracia en Europa y en América ha podido esgrimir un argumento poderoso y convincente: si bien los cambios y sacrificios que propone son terriblemente dolorosos para las clases pudientes, constituyen un mal menor. Sin ellos -esto es, sin la seguridad social, el seguro contra el desempleo, las vacaciones pagadas, la contratación colectiva, la representación sindical, sin una política de vivienda, de educación pública, de capacitación-, la llegada del radicalismo obrero o popular, Hamado bolchevismo, comunismo, castrismo, sena inminente. El fin de la guerra fría y el desplome del socialismo han dado al traste con este paradigma, y han dejado a la socialdemocracia verdaderamente huérfana de justificaciones sobre su razón de ser.

Pero como en América Latina, por lo menos, la miseria imperante y la desigualdad abismal permanecen vigentes, la necesidad de reformas y la posibilidad de estallido o movimientos milenaristas sigue viva. Paradójicamente, la pesadilla de Sendero Luminoso, que ha destrozado a la izquierda peruana, tanto en su fuerte y vieja vertiente socialdemócrata -el APRA- como en su nueva faceta, más radical y a la vez más moderna -Izquierda Unida-, puede servir de acicate para procesos socialdemócratas en otros países. Si no existe la amenaza de algo peor, de una alternativa extrema y peligrosa para los privilegiados del statu quo, éstos no aceptarán siquiera cambios mínimos, y menos transformaciones de fondo.

El espectro de Sendero, con su terror atávico, su fundamentalismo, ideológico y su arraigo étnico, puede ser la fuente de inspiración de un miedo sano que abra paso a la viabilidad de un reformismo latinoamericano hoy día carente de justificaciones realistas" sobre su existencia.

La segunda condición de éxito de la socialdemocracia en Latinoamérica es construir el consenso de un nuevo pacto nacional, semejante al que surgió en los años treinta, pero incluyendo ahora a los excluidos de entonces. La envergadura de las reformas de toda índole que el continente requiere, aunada a la magnitud de los problemas y la intensidad de las divisiones, dificulta enormemente la consecución de cambios con mayonas exiguas -como las que la democracia electoral, dejada a sí misma, suele generar- o espurias-como las que emanan de regímenes autoritarios, que han gozado de apoyos reales, Cuba, México-

Desde los años treinta, con las variaciones propias de cualquier cronología apli cada a casos múltiples, Latinoamérica vivió las delicias, las desventuras y en algunas ocasiones la tragedia de una especie de pacto nacional -populista, nacionalista y no muy democrático que digamos- que permitió la modernización aceleráda de países enormes y complejos. Naciones rurales, iletradas, desprovistas de infraestructura y pobladas por masas uniformemente empobrecidas pasaron a conformar países urbanos, con índices de alfabetización insuficientes pero elevados, con clases medias minoritarias pero ya no inexistentes, y con carreteras, puertos, presas, transportes y comunicaciones. El coste fue en muchos casos exorbitante, el resultado nunca se situó a la altura de las expectativas o necesidades, y la condición para incluir a amplios sectores sociales en ese pacto -obreros organizados, clases medias, empresarios nacionales, intelectualidad nativa- fue la exclusión de muchos más: el campesinado pobre, los "marginados urbanos", los grupos étnicos desposeídos.

Hace años, el pacto dejó de ser viable -o deseable-, pero el esquema posiblemente siga siendo válido. América Latina requiere consensos, o, en todo caso, cómodas y democráticas mayorías para salir adelante. La derecha continental ha sido históricamente incapaz de construir los primeros, o de lograr las segundas. Por razones ideológicas, étnicas e internacionales, su llamada capacidad de convocatoria siempre ha resultado coja: o impone por la fuerza, o no hace nada. La extrema izquierda, deshecha por la crisis del socialismo y las tribulaciones cubanas, difícilmente puede aspirar a volverse mayoritaria. Sin duda, ninguna fracción de la izquierda en su conjunto puede hacerlo sola. Pero, si alguna se encuentra bien colocada y preparada para lograrlo, es la nueva y la vieja socialdemocracia latinoamericana. Si puede convertirse en el arquitecto y el vértice de un nuevo encuentro de los excluidos de la vez pasada, con los grandes beneficiados de pactos anteriores, que hasta ahora se han resistido a aceptar mutaciones sustanciales. La socialdemocracia no sólo tendrá futuro en América Latina. Tendrá ángel, que en nuestros países es tanto o más importante.

es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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