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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ley bajo sospecha

DEL BORRADOR de proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana alumbrado por el Ministerio del Interior al texto prácticamente definitivo -a falta sólo de su ratificación formal por el Congreso- que acaba de aprobar el Senado va un trecho. Pero no tan grande como para que sus rasgos esenciales -aumento de la discrecionalidad policial y gubernativa y disminución de las garantías de los derechos individuales- no sean los mismos ni tampoco como para que sus artículos más controvertidos no sigan planteando serias dudas de contravenir el marco constitucional.Los variados esfuerzos que se han hecho desde diversas instancias para evitar el que la llamada ley Corcuera incurriera en los riesgos de inconstitucionalidad no han podido ser despejados de forma indubitable. Mientras tanto, apenas se ha reparado en la regresión que la citada ley supone en el ámbito de la potestad sancionadora de la Administración, convertida en un sucedáneo de jurisdicción penal con capacidad para imponer sanciones de hasta 100 millones de pesetas y en la que pueden quedar malparados principios como los de presunción de inocencia, seguridad jurídica, proporcionalidad y tutela judicial efectiva. El interrogante esencial es si el Estado democrático no tiene otra manera de garantizar la seguridad ciudadana que la de reactivar modelos punitivos autoritarios.

El último de estos esfuerzos, absolutamente atípico desde la lógica constitucional, ha correspondido a la institución del Defensor del Pueblo. Las gestiones llevadas a cabo por su titular, Álvaro Gil-Robles, con el ministro del Interior y con diversos grupos parlamentarios para mejorar alguno de los aspectos más estridentes del proyecto responden, sin duda, a su preocupación bienintencionada de que el texto definitivo no vulnere los principios del Estado de derecho. Pero en tanto en cuanto comprometan a la institución que representa a hacer dejación de una de sus funciones más relevantes -la interposición del recurso de inconstitucionalidad-, son inadmisibles. No es misión propia del Defensor del Pueblo la de asesoramiento, y con mayor motivo si su finalidad es eludir alguna de las que le son propias. Dicho de otra manera, el Defensor del Pueblo debe esperar a que cualquier proyecto de ley recorra todas las instancias previstas hasta alcanzar el rango de ley. Es entonces cuando debe plantear el recurso si cree que vulnera la Constitución, pero no antes, puesto que en ese caso adquiere -probablemente sin desearlo- unas funciones que no le corresponden.

En todo caso, no es seguro que el juicio de constitucionalidad emitido por el Defensor del Pueblo sobre la ley Corcuera -en una especie de resurrección del recurso previo de inconstitucionalidad que los socialistas justamente pusieron fuera de circulación hace seis años- evite el definitivo por parte del órgano legalmente capacitado para emitirlo: el Tribunal Constitucional. El Grupo Popular ha dado por hecho que recurrirá la ley. No hay que minimizar tampoco la capacidad de los jueces, cuyas asociaciones se han mostrado sumamente críticas con el proyecto, para plantear la inconstitucionalidad de aquellos artículos de la ley que sean aplicables al caso concreto sobre el que deban fallar.

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Todo el recorrido semántico realizado a la búsqueda de fórmulas inequívocamente constitucionales en las que encajar los aspectos de la ley más defendidos por el Gobierno, y, más concretamente, por el ministro del Interior -la detención, a efectos de identificación, de un ciudadano sin que existan indicios delictivos en su contra y los registros domiciliarios sin autorización judicial en los supuestos del delito de narcotráfico-, no parece haber conseguido su objetivo. El penoso esfuerzo terminológico llevado a cabo para justificar la irrupción policial en domicilios particulares por causa de la droga -desde el simple conocimiento exigido por el proyecto primitivo y el conocimiento fundado introducido en una redacción posterior a la constancia requerida en el texto definitivo de acuerdo con el dictamen del Defensor del Pueblo- es correlativo con la dificultad de ajustar esta actuación policial al único supuesto constitucional que, por motivos de urgencia, no exige autorización judicial para quebrantar la inviolabilidad domiciliaria: el delito flagrante. Hace falta mucha ciencia jurídica para que la evidencia con la que se manifiesta el delito flagrante -lo que motiva la urgencia de la intervención policial- se produzca en el de tráfico de drogas, carente de tal característica.

Del mismo modo, la faena de aliño jurídico y formal a que ha sido sometida la figura de la retención policial del ciudadano a efectos de su identificación puede resultar baldía para asegurar su constitucionalidad. No es una detención preventiva, única situación de privación de libertad de carácter policial contemplada en la Constitución, ni tampoco pretenden que lo sea los inspiradores de la ley en cuestión. Al contrario, su objetivo es zafarse de los controles y de las garantías previstos para la detención con el argumento de que son trabas a las funciones policiales de protección de la seguridad.

Va a ser dificil, pues, evitar que el Tribunal Constitucional se pronuncie también sobre esta polémica cuestión. Salvo que las distintas modalidades de restricción de la libertad individual y de movimiento que establece la Ley de: Seguridad Ciudadana -controles en la vía pública, redadas indiscriminadas y requerimientos Individuales de identificación- pudieran reconducirse a supuestos ya existentes en la actual legislación procesal-penal: por ejemplo, la detención por comisión de una falta imputable al ciudadano que se niega a identificarse ante el requerimiento policial. Pero para ese viaje no se necesitan alforjas. Tampoco es el que quiere emprender el ministro del Interior con la tan citada Ley de Seguridad Ciudadana bajo el brazo.

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