Arte puro
La crisis del mercado del arte ha devuelto la pureza a los ojos. Sin adherencias monetarias ni rápidas plusvalías que enturbien la mirada los cuadros han recobrado su auténtico valor: ese que sólo produce en el espectador una emoción estética sin otra ganancia que el placer de experimentarla. Al final, con el arte pasaba lo mismo que con la droga. Cuando se captura un alijo de heroína la noticia siempre hace referencia no al daño que hubiera causado, sino al dinero que habría movido en la calle. Hasta hace poco cualquier información sobre arte inevitablemente venía acompañada de un baile de millones, de modo que al contemplar una arpillera de Millares o un calcetín de Tapies uno trataba de descubrir el botín que se escondía dentro de esos harapos. Con la parálisis del mercado la belleza ha sido de nuevo liberada. Los especuladores han desaparecido, las aguas turbias han bajado a su antiguo cauce y, de pronto, el coleccionista observa aquel cuadro tan valioso colgado en la pared de casa y sabe que ahora en verdad no tiene morbo monetario; nadie le daría ni la mitad del dinero que pagó por él, pero ese garabato de Miró comienza a valerse por sí mismo y libre ya de la pesada carga que la codicia le había impuesto, las formas, los colores del óleo van incidiendo con toda nitidez en la sensibilidad de este espectador hasta que nace entre ellos dos un amor desinteresado. No se explica cómo esos azules divinos pudieron ser mancillados por aquellos cheques bancarios ni cómo estos amarillos tan puros tuvieron que ser protegidos por unos guardias con pistoleros en aquella subasta donde los compró. Ahora visita los museos y las exposiciones guardando un silencio igual de profundo que antes, aunque éste ya no se deriva de la riqueza que allí se acumula sino de la magia que la belleza libera en la atmósfera. Un trapo ensangrentado de Millares, un calcetín roto de Tapies, alcanzan así una cima incontaminada. Otros muchos cuadros sólo eran dinero, debajo de ellos no había nada y en nada han quedado.
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