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Europa del Sur, en dificultades

La ampliación de la Comunidad en los próximos años alejará del Sur su centro de gravedad. Los países de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), que serán integrados hacia 1995; Polonia, Checoslovaquia, Hungría, que se unirán hacia el año 2000, pertenecen más bien a la civilización de Europa del Norte. Hoy, ésta ya engloba a 170 millones de habitantes, frente a los Estados de civilización mediterránea: Italia, España, Portugal y Grecia. La distancia se hará considerable cuando la adhesión de los siete Estados de la EFTA haga subir a los nordistas hasta 200 millones de habitantes, que serán 266 millones con el aporte de las tres ex democracias populares anteriormente citadas.Dividida casi por la mitad entre ambos tipos de civilización, Francia no puede ser plenamente asignada a ninguna de las dos. Las políticas de defensa la aproximan al Reino Unido y Alemania, sus vecinos más allá de Normandía y Alsacia. Sus tradiciones latinas, el progreso económico de las regiones provenzales y alpinas, sus lazos con el Magreb y el África negra, la inclinan del lado sudista. Una alianza con estos últimos es indispensable a largo plazo para que Europa no se aleje de África y de Oriente Próximo, cuya simbiosis milenaria con nuestro continente debería ser desarrollada más que restringida durante los próximos años.

En el marco de la propia Comunidad, una cooperación estrecha de Francia con Italia y España será, por otra parte, indispensable para equilibrar el dinamismo de una Alemania cuya actitud hacia Croacia ha revelado la creciente voluntad de actuar por su cuenta, incluso en sectores alejados que no conoce bien. Y también para compensar el sabotaje por parte del Reino Unido del mercado único, que insiste en concertar en una zona de libre cambio. Mientras el Reino Unido permanezca al margen de ese modo, sólo el bloque París-Roma-Madrid podrá servir de contraseña a Berlín. Desgraciadamente, París no acaba de estar convencida, y Roma está hoy casi paralizada en sus decisiones políticas.

En Maastricht, España ha tenido un papel importante, que marca su entrada en el club de los grandes de Europa. Gracias al reacercamiento de la pareja Francia-Alemania en las últimas fases de la conferencia intergubernamental, ésta pudo acabar bastante bien, a pesar del imprevisto flirteo entre el Foreign Office y el Ministerio italiano de Asuntos Exteriores. Pero Italia no desempeñó el papel fundamental que le habría correspondido por su orientación europea, su peso economico y su brillo cultural, su influencia intelectual.. Una vez más ha sido afectada negativamente por la desagregación de su vida política, cuyas consecuencias son lamentables para el conjunto de la Comunidad.

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Sería lamentable para Italia, y para todos los europeos, que ésta no pudiera entrar en 1999 en el marco de la moneda única. Desgraciadamente, la reducción progresiva de la deuda pública, la renovación de determinados sectores industriales, la descentralización de los poderes regionales y municipales, la modernización de los servicios públicos, el establecimiento de una autoridad estable y fuerte en el Estado, son imposibles en el marco de las actuales instituciones, independientemente del valor de las personas que las dirijan. Numerosos responsables, en la mayoría de los partidos, comprenden la necesidad y la urgencia de las reformas. Algunos sugieren proyectos interesantes y en algunos casos importantes. Pero ya hace más de 20 años que dura este juego y todo el mundo sabe que no llevará a nada, o al menos no a demasiado, mientras se permanezca en el actual escenario.

La primera República Italiana fue establecida gracias a un compromiso entre todos los partidos, que permitió a la democracia enraizarse profundamente durante cerca de medio siglo de una existencia relativamente calmada, con un desarrollo económico destacable.

Este compromiso está ahora totalmente desgastado y debe ser reemplazado por otro. El referéndum popular de junio pasa do, las actuales excentricidades del presidente Cossiga y numerosos otros signos revelan la necesidad de una reforma radical de las instituciones. Pero es evidente que ésta no podrá llevarse a cabo si no es mediante un acuerdo entre los partidos tan general como el de 1946-1947.

La renovación de la Cámara en 1992 ofrece una extraordinaria ocasión en este sentido. Los diputados que sean elegidos no solamente deberán ratificarlos acuerdos de Maastricht, sino también dar a Italia los medios para aplicarlos, lo que no se podrá hacer sin edificar un Estado digno de ese nombre. Esto supondrá muchos sacrificios, que sólo podrán ser soportados si son repartidos de forma justa. Sólo un Gobierno que englobe al conjunto de los partidos democráticos podría realizar esta doble tarea: recomponer las finanzas y la economía e instalar instituciones políticas eficaces. Los ciudadanos deberían estar asociados de forma estrecha a una empresa así: para ello, las formaciones políticas habrían de llegar a un pacto de unión nacional durante los dos primeros años de la nueva legislatura, al fin de los cuales la Constitución renovada sería sometida a referéndum tras su adopción por la vía parlamentaria normal.

Por supuesto, cada partido propondría sus propios proyectos de reforma, lo que ayudaría al electorado a tomar su decisión. Pero los votos de los electores sólo servirían para determinar la importancia de las formaciones en el Gobierno común: todas ellas se comprometerían, al menos durante el periodo constitutivo, a participar en dicho Gobierno. Los debates de los últimos años demuestran que no es imposible un acuerdo sobre unas instituciones que darían a la segunda República Italiana la eficacia que la primera ha perdido ya. El compromiso de 1946-1947 fue adoptado por 453 votos frente a 62. Una mayoría tan grande no sería inalcanzable en 1992.

Un breve cónclave bastaría a los jefes respectivos de la Democracia Cristiana, del Partido Democrático de Izquierda, del Partido Republicano y de las formaciones más pequeñas para poner a punto un pacto de unión provisional como el indicado. Lo que De Gaspari, Nenni y Togliatti lograron hace 45 años, cuando sus posiciones estaban muy alejadas unas de otras, ¿por qué no habrían de lograrlo hoy Andreotti, Craxi, Occhetto, La Mafia, cuando están mucho más próximos entre sí? Ciertamente, la situación es menos dramática, lo que deja más libertad para los conflictos secundarios, Pero, aunque sea menos dramática, no es menos grave. ¿Permanecerá Italia en el grupo de las grandes potencias o se verá relegada al pelotón de cola? He aquí la cuestión. Toda la Comunidad está preocupada por la respuesta; sobre todo Europa del Sur, y especialmente París y Madrid.

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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