Nochevieja
La Nochevieja -tal día como hoy, sin ir más lejos- quiere la fama que se celebre con cotillón, besazos en la boca al sonar las 12 campanadas, brindis, buenos augurios, parabienes, lanzamiento de serpentinas, lluvia de confetis y, madrugada adelante, entre las frecuentes visitas al ambigú, recitales de trompetilla en la oreja del que esté cerca, establecimiento de nuevas relaciones mediante el lenguaje universal del matasuegras, exaltación de la amistad, emocionado recuerdo de la tía que uno tuvo en Alcalá, llanto por su tránsito acaecido el año del Sputnik, exultante proclama del estado de la cuestión, repitiendo machaconamente: "Menudo pedo llevo encima, la madre de Dios". Todas estas fases sin dejar una y por el orden establecido.Las características de cada fase varían según gustos y aficiones. Hay quien prefiere ajumarse de cava y las ilustra de sonoros eructos. Hay quien exige whisky de marca y se mama con el que le echan de garrafa. Hay quien se pega latigazos de coñá, ve dos ambigús y nunca sabe dónde está el bueno. Hay quien la coge de anís, y porque carga delantero, se cree que va en barco. Hay quien prueba de todo un poco (más bien mucho), y acaba subido a la 6alaustrada del balcón cantando La traviata.
Luego irrumpe la mañana, fría e intempestiva, y todo el mundo regresa a su casa, si es que la encuentra.
Así ha sido siempre y así será, por la consumación de los siglos.
Este año, sin embargo, ofrece además una sensacional novedad. Si, cuando la gente salga del cotillón, ve los perros atados con longaniza, no es porque esté borracha; es porque, ¡al fin!, ha llegado 1992. Y la juerga sigue. ¡Alegría, alegría!
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