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Se acabó el juego

Jamás la historia ha conocido una conmoción de tal envergadura; el fin del imperio chino, en 1910, no fue más que el último acto de una lenta agonía; sin embargo, la URSS era una de las dos superpotencias nucleares, sus tropas y sus agentes se desplegaban en África y en Asia, y sus Ojivas habían llegado incluso a provocar insolentemente a Estados Unidos a pocos kilómetros de sus costas. Fue desde su territorio desde donde por primera vez un hombre se elevó al espacio, y fue desde tierra rusa desde donde, hace una generación, Hitler fue vencido. El año 1991, con sus 12 breves meses, ha sido suficiente para que juntos se hundan un imperio y una sociedad.Con el nacimiento de 1991 termina la perestroika; el Ejército y los conservadores atacan Vilna, que afirma su independencia y obliga a Gorbachov a abandonar un plan de transición a la economía de mercado. Ya no es el jefe del Kremlin, y tanto es así que en el mes de agosto la gente de su entorno y los grandes jefes del partido, del Ejercito y del KGB no creen necesario preparar un verdadero golpe de Estado por estar convencidos de que no van a encontrar ninguna resistencia ni en la cumbre ni en la base de la sociedad. Sólo Yeltsin, fuerte tras una elección popular y por su convicción de que el sistema comunista debía ser suprimido y no transformado, hace fracasar ese cálculo demasiado racional. A partir de entonces sobreviene el desmoronamiento; se suprime el partido comunista, el KGB es decapitado, y la URSS, suprimida, mientras la economía se hunde, los almacenes se vacían, la moneda desaparece, y un inmenso país sólo funciona mediante el trueque y la corrupción. Es casi inevitable que durante el invierno aparezca el hambre y que esa crisis brutal impida otra elección que no sea entre un golpe militar y el poder nacional-popular de Yeltsin.

Los países occidentales no parecen darse cuenta de la excepcional dimensión de este acontecimiento. Soñaban vagamente con la dulce transformación de una dictadura en una democracia, de un imperio en un Estado nacional y de una producción administrada en una economía de mercado. Hoy no están realmente preocupados más que por las 27.000 cabezas nucleares repartidas en al menos cuatro repúblicas. ¿Nos hemos convertido en unos seres tan ciegos o indiferentes? ¿Ya no somos capaces de percibir los grandes acontecimientos históricos como lo hicieron Gibbon o Montesquieu al reflexionar sobre la caída del Imperio Romano?

¿Cómo definir la catástrofe que observamos y en la que nos hemos sumergido? No se trata sólo de la caída del imperio soviético, ni siquiera de la desaparición del comunismo como ideología y como tipo de sociedad; se trata del fin, a lo largo y ancho del mundo, de los regímenes de modernización voluntarista, de los proyectos políticos de construcción de una sociedad nueva y de un hombre nuevo. Los fascismos se hundieron; ha llegado el turno del comunismo, pero también de los nacionalismos del Tercer Mundo. Kim Il Sung o Fidel Castro son ya unos espectros, como lo son Gaddafi o Sadam Husein. El llamamiento a la historia, a la nación y a los partidos ha llevado en todo el mundo a la catástrofe, dando la victoria total a un mundo occidental que no se la merecía, pero que había preservado la razón y la verdad de los asaltos de la ideología, de la mentira y de la arbitrariedad. Las filosofías de la historia han fracasado y se nos han hecho odiosas. Incluso los dirigentes chinos han dejado de creer en su misión histórica, y no tienen más ambición que la de ser nuevos Bismark, haciendo nacer una sociedad civil autónoma mediante el autoritarismo. La era del hombre histórico y de las revoluciones ha terminado.

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La caída del comunismo arrastra consigo la caída de todos los proyectos de transformación de la sociedad por el Estado. ¿No ha sido la socialdemocracia sueca, cuyo balance es tan positivo como negativo era el del comunismo soviético, la primera víctima en Europa de la caída del imperio soviético? ¿Es posible creer que el brutal cambio de la opinión pública francesa contra François Mitterrand y el partido socialista no tienen nada que ver con el brutal cambio de la coyuntura mundial? Ya no hay bloques, ni en geopolítica, ni en las vidas políticas nacionales, ni en los sistemas de pensamiento, ni siquiera en las imágenes que tenemos de la personalidad y de la cultura. Y lo que es más grave aún, la confianza en la modernidad, en el desarrollo, en la marcha colectiva hacia adelante, a la vez económica, política y cultural, ha desaparecido por mucho tiempo. La moral sustituye a la historia como el mercado lo hace a la planificación y la democracia a la revolución.

Pero hasta estos razonamientos son demasiado optimistas. El fracaso de los grandes proyectos y de los Estados que esos proyectos habían construido ha producido un vacío que nada podrá llenar en unos cuantos años. Como si una formidable explosión nuclear, mil veces más brutal que la de Chernóbil, hubiera transformado la mitad del mundo en un cráter mortal. Y en la otra mitad, lo único que se sabe hacer es celebrar fiestas, aturdirse con dólares, imágenes, sexo y droga; hasta tal punto se ha hecho insoportable pensar y desear, tras dos siglos en los que las ideologías y las fuerzas políticas han llevado a las más terribles catástrofes.

Hubo un tiempo en el que el liberalismo era el encargado de la liberación y de los proyectos de futuro, en el que encarnaba la lucha contra la pobreza, la ignorancia y la soledad; hoy no es más que el rechazo que inspira un espanto justificado. Una historia demasiado llena crea la fascinación por el vacío y por la insignificancia, por lo que hace ya tiempo un observador americano llamó la fun morality. No nos demos demasiada prisa en reconstruir. En este momento, las palabras, las ideas, son demasiado ligeras y vuelan demasiado lejos de las ruinas. Tomémonos tiempo para vivir, no el fin de un año y de una crisis, sino la terminación de dos siglos muy largos, los que comenzaron con el despotismo ilustrado y las revoluciones modernas y siguieron con la ascensión de los imperios industriales y los movimientos nacionales antes de bascular hacia los totalitarismos, fascismos, nacionalistas o culturalistas, que han hecho del siglo XX la mejor imitación humana del Apocalipsis. Hay que volver a pensar todo, a reconstruir todo, a menos que nos contentemos con hacer una fiesta en medio de las ruinas, eso sí, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los miserables.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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