Poco motivo de alborozo en 1992
Por mucho que los españoles hayamos mitificado anticipadamente el año 1992, la línea de la evolución histórica apenas pasará ese año por nuestro país. Otras cuestiones importantes reclaman la atención mundial, muy alejadas de nuestro quinto centenario, la feria de Sevilla o los Juegos Olímpicos de Barcelona. El Este europeo se transforma, entre guerras civiles e incertidumbres sin cuento; se deshace la superpotencia que Gorbachov intentó modernizar, y sus escombros, al caer y esparcirse en derredor, siembran el caos y el desconcierto en numerosos pueblos sobre los que su sombra se extendía en un pasado todavía muy reciente. Oriente Próximo sigue en ebullición, apenas oculta; las graves heridas que abrió la guerra del Golfo no acaban de cerrarse y ni siquiera parece en vías de solución el problema del pueblo palestino. Fin otros puntos cardinales del globo continúan reinando el hambre, la miseria, el subdesarrollo crónico, la opresión, la tiranía. Se mata en Colombia a los niños que la sociedad no ha sido capaz de albergar en su seno, o en Timor Oriental a quienes reivindican los derechos de su pueblo. La doble moral internacional sigue haciendo estragos: la soberanía del pueblo kuwaití exigió una sangrienta guerra; los palestinos han obtenido después, al menos, los débiles apoyos que les han permitido iniciar una conferencia para subsanar su discriminación; pero los kurdos siguen muriendo bajo los efectos de las armas turcas o iraquíes, o simplemente de frío ante el nuevo invierno que azota ya las desoladas alturas del Kurdistán.Las grandes amenazas globales que se ciernen sobre la humanidad y que ha identificado con claridad el último informe del Club de Roma -la sobremilitarización y el rearme incesantes, el creciente deterioro ambiental, la explosión demográfica- no consiguen motivar suficientemente la acción de los Gobiernosí que, suscitados por inquietudes electorales inmediatas en los países democráticos, y dedicados a sostenerse por la fuerza en los regímenes dictatoriales, no son capaces de elaborar previsiones a largo plazo ni de adoptar de consuno las decisiones que permitan un desarrollo sostenido y equilibrado de toda la humanidad en un planeta compartido por intereses en conflicto. Si por una parte la proliferación de problemas globales, que sólo pueden abordarse mediante la acción coordinada de los Estados, promueve aspiraciones a la supraestatalidad -unión europea, mayores responsabilidades para la ONU- por otra parte renacen fuertes sentimientos localistas o nacionalistas en muchos pueblos, cansados de ser regidos desde lejos, desde capitales ajenas y lejanas y por políticos que apenas les representan. Gobiérnese, se pide, a nivel internacional para los grandes problemas que así lo exigen -desarme, seguridad, deterioro ambiental, energía, hambre, etcétera- y déjesenos al alcance de nuestra mano las decisiones de inmediata repercusiones en nuestras vidas diarias. Entre estos opuestos apremios de supranacionalidad y de localismo, el tradicional concepto del Estado-nación se vesometido a una crítica implacable y se augura su no muy lejano final. Las fórmulas políticas que nacieron con la revolución industrial van quedando anticuadas a medida que se extiende la revolución de la microelectrónica y los nuevos problemas del mundo, algunos de inminente gravedad (piénsese en el almacenamiento de residuos nucleares, el recalentamiento de la Tierra o el despilfarro energético), exigen enfoques radicalmente nuevos.
Pero los dirigentes políticos gubernamentales nunca han sido capaces de poner en práctica medidas revolucionarias. Se lo impiden la inercia, el temor a lo desconocido, la burocratización en el planteamiento de los problemas. Sólo la presión constante e insistente de los pueblos puede obligarles a *adoptar ciertas decisiones. Sin embargo, el hombre de la calle, abrumado por tal cúmulo de cuestiones, apenas encuentra tiempo para organizarse y buscar los instrumentos que le permitan ejercer esa indispensable presión. En vista de lo cual, prefiere dedicar sus afanes a la lucha por el dinero. La insolidaridad gana, así, terreno en nuestra sociedad.
El año 1992 se presenta, pues, lleno de incertidumbres. La inercia militarista acumulada durante los decenios de la guerra fría sostiene la tendencia a afrontar con las armas las nuevas amenazas al porvenir de los Estados y de la humanidad. La OTAN es vista como una garantía de seguridad para Europa, cuando la seguridad de nuestro continente cada día está más puesta en peligro, por cuestiones que no se pueden resolver militarmente. Porque ni siquiera se podría afrontar con los ejércitos la hipotética amenaza que supondría una cada vez más intensa presión emigratoria de los superpoblados países del Sur hacia las ricas metrópolis del Norte. Los nuevos bárbaros que ahora embestirían contra las fronteras del imperio no traerían consigo armas temibles ni serían llamados desde Roma para contribuir como mercenarios a su protección, sino que llegarían impulsados por una irreprochable ansia de dignidad y supervivencia. Los modernos Estados desarrollados, que en su totalidad han sido formados por sucesivos aluviones de pueblos inmigrantes o invasores, carecerían de fuerza moral para defender con Ias armas su prosperidad. Y sin embargo, continuamos armándonos con vistas a esa eventualidad. No hay muchos motivos para acoger con alborozo el nuevo año 1992.
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