Derecho a intervenir
LOS ESPECTACULARES cambios habidos durante los últimos años en la escena internacional han convertido prácticamente en papel mojado uno de los rasgos definitorios del modelo de relación de los Estados modernos: el llamado "derecho a la no intromisión en los asuntos internos". O al menos este derecho ya no se contempla con la misma óptica que antaño.En cuanto manifestación del principio de soberanía nacional, el rechazo a cualquier tipo de intromisión en los asuntos internos de un país ha sido fuertemente reivindicado durante el proceso de descolonización como escudo de las naciones independizadas frente al poder de sus antiguas metrópolis. Pero este mismo derecho también ha sido alegado por dictadores y autócratas para eludir cualquier clase de responsabilidad ante nadie por sus crímenes y fechorías. En cuaquier caso, esta regla de uso ambivalente que ha caracterizado hasta el momento las relaciones interestatales está transformándose a ojos vista poco menos que en su contraria: un cierto "derecho a la injerencia" que pone en entredicho la concepción misma del derecho internacional que viene desarrollándose a partir del siglo XIX.
En efecto, la evolución actual de la vida internacional está dejando en desuso- cada vez de manera más clara, la tradicional concepción de la soberanía absoluta de los Estados, si bien todavía no ha sido sustituida por ninguna otra formulación jurídica capaz de configurarse como su alternativa. En la práctica, el nuevo orden mundial se ha materializado en iniciativas internacionales que ponen en cuestión comportamientos clásicos en las relaciones entre los Estados. Sin embargo, tales iniciativas no han cristalizado, de momento, en un cuerpo de doctrina política suficientemente elaborado como para concitar el consenso internacional. El nuevo orden mundial se enfrenta, además, a graves problemas de procedimiento y de garantías en su aplicación.
Esta situación contradictoria ha tenido cabal reflejo en todas y cada una de las iniciativas de alcance internacional llevadas a cabo en los últimos tiempos por la ONU -caso de Irak y de los kurdos- o por agrupaciones de Estados -la CE en la guerra civil de Yugoslavia y el Grupo de los Siete (G-7) ante la situación económica de la antigua URSS-. Por lo general, todas estas intervenciones, sean cuales sean sus motivaciones, se han reconducido a una cuestión de derechos humanos. Y es que, tras el Acta de Helsinki, la doctrina de la universalidad de los derechos humanos es el sustento más firme para la justificación de un derecho de injerencia con pretensiones de jurisdicción mundial. De hecho, con la desaparición de los bloques y de la guerra fría que les enfrentaba, la defensa de los derechos humanos ha adquirido rango supranacional, y ya existen órganos que pueden sancionar a un Estado cuando viola esos derechos en su política interior.
Pero esta convergencia no resuelve por sí misma los problemas que se derivan de la todavía insuficiente elaboración de esa doctrina y de los precarios mecanismos existentes para su aplicación. Por ejemplo, ¿cómo hacer compatibles las diferencias existentes sobre la democracia entre las diversas culturas con un concepto universalmente aceptado de la libertad y la dignidad humanas?, ¿está justificado el uso de la fuerza por uno o varios Estados para amparar los derechos humanos violados en un tercero incluso si su actuación se efectúa en el marco legal de organismos internacionales?, ¿qué hacer para que este tipo de iniciativas no encubra la defensa de intereses puramente nacionales de los países fuertes frente a los débiles? El problema es llegar a un acuerdo entre las naciones sobre principios tan equívocos, y, si se alcanza, establecer después los mecanismos independientes capaces de aplicarlos con las debidas garantías en cualquier lugar del mundo sin excepción.
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