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Las cornadas de Europa

Fernando Savater

El mayor perjuicio que acarrea la condena como injustificables de las corridas de toros por parte de algunos es, sin duda, que otros se sienten en la obligación de justificarlas. No hay género más fastidioso que esta apologética, ni menos convincente. Si alguien decide que una actividad lúdica es degradante para los espectadores, ¿cómo convencerle de que sus efectos son, por el contrario, beneficiosos y llenos de gracias culturales? A poco que se las examine de cerca, casi todas halagan pasiones ambiguas, desarrollan capacidades que pueden ser muy mal utilizadas y tienen un trasfondo de vil negocio que repele a los enemigos (ruidosos y numerosos) de las ganancias ajenas. Para colmo, en algunas (carreras de automóviles y motos, boxeo, alpinismo ... ) no son raros los accidentes mortales y es moda de la época salvar la vida del prójimo quiera o no quiera: ¡pero si hasta hay que llamar eutanasia al venerable suicidio y dotarle de certificados médicos para que resulte tolerable ante tanto benefactor tiránico y burocrático como tenemos suelto! Los abogados defensores de la tauromaquia acumulan Goya sobre Picasso, Lorca sobre Bergamín, y nos abruman con disquisiciones sobre el toro de Minos y los rituales de fecundidad mediterráneos; otros, más primarios, tararean España cañí y nos estampan lo de la fiesta nacional, con lo cual ya no hay quien levante cabeza. Y aún menos arreglan quienes arguyen que cosas peores se ven por el mundo, como gasear judíos o enterrar vivos a soldados iraquíes.De modo que no pienso intentar justificar las corridas de toros, lo subjetivo y opinable de cuyas excelencias me parece evidente. Ni mucho menos intentaré menoscabar el aprecio cultural o moral que merecen aquellas personas a las que tal entretenimiento desagrada e incluso asquea. En este terreno tengo por igualmente equivocados a todos los que convierten una cuestión de gustos estéticos y sensibilidad personal en base para apreciaciones morales, afirmaciones patrióticas o exigencia de prohibiciones gubernativas. En el aspecto moral de la cuestión es donde se percibe con mayor claridad el equívoco que rodea este asunto. La condena ética de los toros se basa en dos supuestos: lo indebido y vil de ejercer la crueldad y el derecho de los animales a ser tratados humanitariamente. Pero es obvio que no toda crueldad (entendiendo por tal producir a sabiendas dolor) es nefasta ni responde a un capricho morboso: sin cierta crueldad nunca aprenderíamos nada (todo aprendizaje es cruel, empezando por el del habla), ni nos someteríamos a leyes, ni aceptaríamos deberes éticos. Ya Nietzsche se refirió en su día agudamente a esta dimensión de la formación humana. Sólo la crueldad por la crueldad, cuyo exceso o sinsentido la convierten en fin en sí misma, merece repulsa moral. La innegable crueldad de la fiesta taurina es un medio para lograr algo distinto, sea belleza plástica, exaltación simbólica o simple pasatiempo. ¿Es inmoral que un pasatiempo sea cruel? Pues todos suelen serlo, desde los juegos de azar y los concursos televisivos hasta la tragedia griega. ¿Acaso son innecesarios los pasatiempos? Para nosotros los hombres, únicos seres conscientes de la crueldad del tiempo que nos hace y deshace, nada hay tan necesario.

La segunda parte de la repulsa ética estriba en el supuesto derecho de los animales al trato humanitario. En largos siglos de vérnoslas con animales, los hombres los hemos admirado como a dioses, los. hemos combatido o cazado, hemos anudado pactos amistosos con algunos de ellos, los hemos utilizado de mil modos, pero nunca les ofendimos tanto para tenerles por iguales. Hubiera sido el único comportamiento realmente antinatural para con ellos. ¿Se puede hablar por analogía o extensión de derechos de los animales? Sería un uso tan equívoco como el del ejecutivo que habla de nuestra filosofía de ventas, al que nadie confunde precisamente con Aristóteles. Por supuesto, ciertas religiones ordenan desviarse del camino para no pisar a la hormiga o respetar al piojo que anida en nuestra cabeza; pero aquí no se trata de derechos en el sentido ético o jurídico del término, sino de una determinada fe que no puede obligar al no creyente. Desde antiguo sabemos que complacerse en maltratar a los animales revela mala índole (psicológica, estética ... ), pero éste es un punto en el que coinciden el cazador y el zoólogo, el vegetariano y el goloso de foiegras. Nadie conoce mejor que el aficionado la diferencia que hay entre maltratar a un toro o lidiarlo como es debido: la incesante estilización de la fiesta apunta toda ella en dirección opuesta al matarife o al barullo de la capea. En una palabra: si algo debemos a los animales es la conciencia del significado vital que en su compañía perfilamos; por medio de ritos y mitos, nos empeñamos en rescatarles (y recatarnos) de la insignificancia.

Me molesta sobrecargar con rebuscadas pedanterías antropológicas, psicoanalíticas o literarias la fiesta de los toros, cuyo encanto peculiar viene tanto de su fondo elemental como de su forma sofisticada. A ciertos aficionados nos gusta divagar sobre su simbología o inventarla, tarea inocente que puede efectuarse con la inspirada sutileza de Bergamín o con altisonancias académicas. Ningún pecado de leso patriotismo hay, desde luego, en desdeñar esa retórica y el espectáculo mismo que la suscita. Pero ya es más pecaminoso, en cambio, pretender uniformizar Europa en la asepsia y la ñoñería, suprimir el camenbert por razones higiénicas, los toros por dictaduras ecologistas y la grappa porque es droga semidura, amén de abolir los huevos frescos de la mayonesa. Cuando todos los verdaderos problemas de la unidad europea están aún por resolver, ahora resulta que los españoles vamos a tropezar con una propuesta del Reino Unido y Alemania que, en nombre de la protección de los animales sintientes (¿qué querrá decirse con semejante estupidez: que ciertos animales no sienten o que ante algunos de ellos nosotros lo sentimos mucho?), solicita la supresión de las corridas de toros. Pues bien, a mí me rebela esa propuesta no como amante de los toros, sino como amante de Europa, de una Europa que no ha de ser ni asilo de solteronas histéricas ni guarderías de niños desnatados. Temamos a los castizos del europeísmo a la sajona y recordemos que chulos son quienes Pretenden limitar los gustos de los demás en nombre de los propios, no quienes practican los suyos sin tratar de imponérselos a nadie. En punto a barbarie bastante tenemos los europeos hoy con intentar combatir entre nosotros a quienes pretenden tratar a ciertos hombres como animales; espero que no tengamos que enfrentarnos también a un nuevo género de bárbaros, empeñados en tratar a ciertos animales como a humanos.

Fernando Savater escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

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