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Tribuna
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¿Qué fue del nuevo periodismo?

Recordar las décadas de los sesenta y setenta, y aun los primeros años ochenta, es volver de cierta manera a los Estados Unidos, al auge de revistas como New Yorker, Harper's, Esquire y algunas más que, con su confianza y grandes desembolsos de dinero, permitieron que algunos periodistas-escritores, o viceversa, renovaran desde los cimientos la idea de lo que era realmente un buen reportaje. Inolvidables resultan a este nivel los artículos o libros de Guy Talese, del fallecido Truman Capote, de Norman Mailer o del omnipresente Tom Wolfe. Textos suyos, como La izquierda exquisita, vividos, meditados, escritos desde dentro y desde fuera gracias a esa maravillosa capacidad de velar la realidad, pero sólo para sugerirla mejor, parecían haber condenado para siempre al olvido a la tan típica como imperfecta grabadora. Para Wolfe, Talese, Capote y otros maestros del nuevo periodismo era más que indudable que el único medio de llegar al reportaje completo y total no estaba basado en la entrevista grabada. Ésta no era más que una etapa más (y siempre la de mayor importancia) en la búsqueda de una objetividad que sólo podía alcanzarse mediante una subjetividad bienintencionada.Muchas veces, el nuevo periodismo estuvo basado en la persecución larga, cara y paciente del personaje o tema sobre el que se escribiría el texto final. Hablar de un personaje como Leonard Bernstein podía implicar hablar hasta con un taxista que lo llevó alguna vez desde el aeropuerto Kennedy, de Nueva York, hasta su residencia de Manhattan. A veces, el ama de llaves de esa residencia era un personaje fundamental. Cuando de Frank Sinatra se trataba, por ejemplo, Guy Talese descubría que la viejita encargada de acompañarlo en todas sus giras, con la única finalidad de cargar el maletín en que el cantante guardaba sus decenas de peluquines (60 o 70, me parece recordar), podía decirnos muchísimo más que el cantante mismo sobre cómo era, quién era y por qué era así aquel hombre que durante más de 50 años había arrullado y entretenido al público de varios continentes.

Extraordinario era terminar el reportaje sobre Sinatra sin haberlo entrevistado jamás, pero con unas 300 o 400 cuartillas escritas sobre él. Y muy asombroso resultaba el descubrimiento de uno de los fenómenos psicosomáticos más ridículos y enternecedores con que se topaba el nuevo periodista, en su incesante persecución de un novedoso reportaje sobre el eterno hombre de los ojos azules, el brazo de oro y la voz de platino. Cuando Sinatra pescaba un resfriado, cuando le dolía la garganta y se le escapaban las mejores vibraciones de su voz, simple y llanamente enloquecía. Diabólicos poderes le estaban robando, tal vez para siempre, su divino tesoro. Sinatra se convertía en un ser más irascible e insoportable que de costumbre. Sinatra no tenía una gripe. La gripe se había apoderado de Frankie. Su gripe era la gripe de Frankie, en todo caso. La peor gripe que en el mundo ha sido. E íntegro su imperio se tambaleaba porque allá en sus casinos de Las Vegas, o allá en California, en sus fábricas de piezas para misiles, o allá en su compañía de discos y allá en su compañía de cine de Los Ángeles, uno tras otro, los centenares de personas que trabajaban para el incombustible cantante empezaban a sufrir los más agudos dolores de garganta y a todos y cada uno de ellos empezaba a gotearle incesantemente la nariz. En fin, que un imperio se tambaleaba mientras el ídolo perdía fortunas en el juego e intensificaba sus relaciones con la Mafia, como si ésta fuera la única capaz de poner fuera de combate a un asiático enemigo gripal.

Jamás olvidaré aquel extraordinario texto de nuevo periodismo en el que, allá por el 87, Guy Talese nos descubría al Sinatra profundo, víctima de un resfriado de tremendas consecuencias. En fin, de un resfriado teórico y práctico, por decirlo de alguna manera. Aquel texto fue también, creo yo, el fin de algo. Sospecho que fue como la partida de defunción de aquel nuevo periodismo que produjo obras tan inolvidables como A sangre fría, de Truman Capote. Curiosamente, aquella escritura objetiva como pocas, audaz como ninguna dentro de su género, lo suficientemente novedosa como para ganarse el apelativo con que se le conoció desde los primeros textos de Capote, estaba basada en la supervivencia de algo que muchísimo tenía que ver con el más viejo periodismo: la persecución paciente y a veces interminable del tema o personaje objeto del reportaje. Lo que los norteamericanos, creadores del género y maestros del periodismo en su patria y en Sebastopol, llamaban periodismo de a pie o simplemente periodismo gastasuelas. El tiempo tenía que sobrar siempre y la paliza de desplazamientos del autor de un reportaje podía resultar tan larga como cara. Para llegar a Sinatra, por ejemplo (o, mejor dicho, para no llegar a él), Talese gastó miles de dólares, viajó de un lado a otro de Estados Unidos y tuvo que almorzar o comer con decenas de personas que, a lo mejor (sólo a lo mejor), podían soltarle por ahí alguna palabra clave sobre el inaccesible personaje y su gripe trascendental.

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Aquellos nuevos periodistas contaban generalmente con la fe ciega de sus empleadores. Y constantemente, mientras se desplazaban en busca de una aparente nimiedad que podía resultar clave para su reportaje, llamaban al director de la publicación para preguntarle si podían continuar gastando pequeñas fortunas que no siempre garantizaban el buen resultado de la inversión. Jamás se les negaba nada. En todo caso, mientras tuvieran alguna esperanza de llegar a algo, de obtener un dato más que pudiese resultar revelador, o más simplemente mientras tuvieran alguna muy vaga idea de lo que estaban haciendo y del próximo paso que deberían dar, podían tranquilamente seguir firmando vales y cuentas a nombre de tal o cual revista.

Tanto Talese como Wolfe o Capote y los otros maestros de ese género que hoy podríamos llamar sesentón, porque no lo encontramos ya por ninguna parte en la prensa norteamericana (hoy sólo podríamos decir que el nuevo periodismo le fue tan útil a Tom Wolfe en su posterior paso a la literatura como décadas antes el periodismo gastasuelas le había sido a Hemingway, que lo recomendaba como escuela de importantísimo aprendizaje literario). En fin, tanto Talese como los otros desconfiaron profundamente de aquella maquinita a menudo infame que hoy vuelve a ser requisito sine qua non para que un periodista crea acercarse a la

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objetividad. La maldita grabadora es hoy nuevamente, también en Estados Unidos, el instrumentillo que, aparentemente, todo lo resuelve.

En épocas de litigios, invasiones de la intimidad, difamaciones y otras costumbres de mal vivir periodístico, la grabadora presenta la enorme ventaja legal de que ahí queda la prueba de lo que fulano le respondió cuando mengano le preguntó. Además de segura para casos de tribunal (?), la grabadora presenta la enorme ventaja de la economía. Ya no hay que pagarle a Tom Wolfe, o a Guy Talese, aquellos carísimos creadores de un género sesentón que implicaba verdaderas inversiones de tiempo, dólares y paciencia, unas inversiones que ni siquiera quedaban grabadas, sino anotadas en libretitas en las que a menudo era más importante la viejita encargada de los peluquines con que viajaba Sinatra o la calidad de la palabrota que soltó Reagan cuando resbaló en Bolivia, o cuando al llegar a Brasil le informaron de que estaba en Brasil, o sea, en la escala prevista de su visita a Suramérica, y que, por consiguiente, señor presidente, no debería usted manifestar su profunda alegría de haber llegado a Bolivia ante el pueblo brasileño, aunque, claro, nadie descarta, señor presidente, que algún ciudadano boliviano resida en Brasilia y que toda esa alegría boliviana suya, un poquito prematura, eso sí, pueda haber alegrado profundamente al embajador de la República de Bolivia, que, no lo vaya usted a olvidar cuando lleguemos allá, se llama en efecto Bolivia, y no Oblivion, como escribió alguna vez lord Beaverbrook en el Times de Londres.

El retorno de la grabadora, rápida, contundente y judicialmente probatoria, ha sido sin duda alguna el arma mortal que ha terminado con la existencia del nuevo periodismo. Razones de economía, también, por supuesto, y por ello sólo aquellos escritores que, como Norman Mailer, han dispuesto o disponen de una jugosa cuenta bancaria y de un afán de llegar a la objetividad desde una subjetividad muy bienintencionada son capaces de perder el tiempo, su propio dinero y la paciencia de la publicación para la cual trabajan cuando se lanzan a la hermosísima y muy completa aventura de hacer perdurar contra viento y marea aquel género que algún día pareció conquistar amplísimos espacios de veracidad y entretenimiento, de información y de seducción, en el hoy brutal sistema capaz de liquidar a un personaje de un grabadorazo. Finalmente, uno siempre es culpable de haber dicho lo que, en efecto, habló ante una grabadora. Aunque una pésima digestión lo hubiese hecho dudar de sus más profundas convicciones o aunque, como decía Borges, un buen dolor de muelas lo hubiese convertido en un ateo provisional.

¿Qué le importa todo esto a la grabadora, finalmente? ¿Y qué a aquel periodista que se preocupa más bien por su buen funcionamiento que por el buen funcionamiento digestivo o molar, o simplemente por una tarde de verano de su contestador automático? La ceremonia de la verdad verdadera es breve. Se le pide un enchufe al entrevistado o se comprueba que las pilas funcionan como es debido. A lo mejor, una breve prueba de sonido. Y después, ya. Las preguntas una tras otra y el contestador automático. Uno no debe dudar ni corregirse, y el preguntador automático debe, con su mejor o peor buena o mala fe, o su mayor o menor simpatía e interés, limitarse a sonreír complacido al ver que, a medida que avanzan preguntas y respuestas automáticas -casi tanto como la falsamente automática escritura de los cultísimos surrealistas-, la cinta da vueltas al mundo en 30 minutos, que el embobinamiento es perfecto y que el bote del entrevistado continúa aún con más automáticas y entusiastas aseveraciones sobre el fin de la historia y de Fukuyama juntos, movido sin duda por la impresión de que la entrevistadora y satisfecha sonrisa es para él y para su suprema capacidad de encontrar la frase y la palabra exactas, cuando en realidad ese sonriente asentimiento del periodista y esa afirmativa movidita de cabeza lo que querían decir es que, gracias a Dios, la cinta no ha fallado y que yira, yira dentro del más breve y bobo embobinamiento.

Adiós, pues, a todo aquello. Adiós Wolfe, Talese, Mailer, in memóriam Capote y otros más. Yo era muy joven cuando, gracias a un diario mexicano, logré una cita para entrevistar al viejo Henry Miller en su Big Sur californiano. Llevaba una grabadora y, grabada en tinta indeleble, la pregunta malintencionada con la que pretendía sacar a ese importante escritor de sus casillas. Siempre había pensado que Miller era un escritor importante, pero no un buen escritor. Lo suyo, más que literatura, era cosa de militancia liberalizante en un mundo burgués y conformista que le producía un provocador desdén. De ahí que su propia agonía sólo se plasmara en una Crucifixión rosa. De sus libros, sólo me gustaba uno, El coloso de Marusi literariamente hablando. Llegué a su casa dispuesto a sacarle esa verdad tan personal como cuestionable a un hombre viejo que andaba furioso porque su hijo, en vez de estudiar y ser un muchacho como quisieron mis abuelos, se dedicaba a andar de Henry MiIler del surf y el sexo por las playas de Big Sur. Apreté el botoncito, solté mi pregunta al ver que la cinta corría, y segundos después estaba de patitas en la calle. Pero, en fin, Miller no me había pegado ni nada. Agobiado por el comportamiento excesivamente Miller de su hijo, el viejo escritor no había encontrado ni siquiera las fuerzas para pegarme la suficiente cantidad de patadas en el trasero como para que me muriera de hambre en el aire.

Años después entrevisté y caminé y leí y vi y amé y admiré a todo meter en mi afán de contar mi admiración por Orson Welles. Y hasta ahora lo recuerdo en cada página de Sterne, de Cervantes, de Rabelais, que abro a menudo al azar. François Reichenbach había hecho un maravilloso filme de nuevo periodismo sobre el genio de Welles y sobre el hombre gordo, caprichoso, amado y eternamente endeudado. Escribí mis paginas sobre un gordo ya bastante enfermo y un día Welles me mandó llamar por teléfono a mi casa de París. Creí que se trataba de alguna broma de un amigo que sabía cuántas tardes pasaba yo en la cinemateca volviendo a ver las películas de ese Falstaff del siglo XX.

Pero1legó un automóvil a buscarme, de parte de Orson Welles. Comimos en el Gran Vefour, su restaurante favorito de París. Comimos mucho, muy bien, y excelentemente bien, arrosé (conservo esta palabra de su divertido francés), y me habló sin cesar de un aceite de oliva griego y de unas alcaparras que unos amigos le acababan de enviar de España. Y también me preguntó muchísimo por el Perú, porque era un país que jamás le había importado un pepino y ya era un poquito tarde para empezar. Si WeIles me daba una patada en el trasero, con su tremenda humanidad, con toda seguridad habría muerto de hambre y de frío en el aire aquella noche dé invierno. 0 sea, que no le hice ni una sola pregunta y, por consiguiente, no tengo ni una sola respuesta suya grabada. Sólo esa palabra, arrosé, que dijo siempre en francés, aunque nuestra conversación fue toda en inglés. Y ahora pienso que realmente llegué a conocerlo bastante, pero que prefiero guardar un minuto de silencio en homenaje al nuevo periodismo.

Alfredo Bryce Echenique es escritor peruano.

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