Y va de cuento
Llego a Nueva York, y en The New York Times del día encuentro una nota pintoresca que me divierte. Ese periódico suele traer una sección titulada 'Diario metropolitano', donde recoge algunas de las anécdotas curiosas, diversas y mínimas que el público remite acerca de cuanto puede verse y oírse en la abigarrada confusión de la gran urbe. En la nota que ha llamado mi atención, una lectora cuenta, según traduzco, lo siguiente: "La placa de matrícula de mi automóvil lleva (con letras, en vez de los usuales números) el que ha sido nuestro lema desde que nos conocimos. Se lee en ella 'UNBELDI' (en italiano, un bello día). El pasado domingo, yendo por la segunda Avenida, un taxista me tocó la bocina y, emparejados nuestros coches ante la próxima luz roja, me preguntó: '¿De qué ópera?'. Con una sonrisa, le repliqué: 'Madame Butterfly'. '¡Ah, sí: acto segundo!', dijo. Con lo cual, cerrando su ventanilla, siguió adelante".La minúscula anécdota podrá, o no, resultarle graciosa a mis lectores, pero a este escritor que soy yo, condenado por culpa del oficio a reflexionar con cualquier ocasión acerca de sus temas y técnicas, le ha suscitado algunas cuestiones que quizá sean de interés general para quienes se preocupen por los problemas literarios. Ante todo, he visto en ella el núcleo de un posible cuento, un relato de tono ligero, intrascendente en apariencia, cuya trama hace aflorar inesperadamente, dentro del impersonal anonimato de la gran ciudad, sentimientos y gustos muy personales, muy íntimos, que, activados por una respuesta, resplandecen en súbito y fugaz relámpago. Ello sucede así: cierta pareja bien avenida guarda encerrado el secreto de su felicidad en la cifra de tres palabras -un bel di-, alusivas quizá al día en que se declararon su recíproco amor, o quizá al día en que lo consumaron; palabras pertenecientes a una ópera italiana, quizá a la ópera que -aficionados ambos al bel canto- ese día único les procurara la suerte de encontrarse por vez primera, y de conocerse ya para siempre, en el vestíbulo de un teatro. Ahora, la placa de su automóvil es el emblema que, ante la indiferente multitud, declara -al mismo tiempo que lo oculta- su tierno secreto. Pero hoy, de improviso, en medio del apretado tráfico, alguien, cualquiera, un desconocido, el conductor de un taxi, ha detectado el misterioso lema: 'UNBELDI', y acierta a descifrarlo: un bel di. ¿Es también ese taxista un aficionado a la ópera? En Nueva York no son pocos los músicos sin trabajo, los actores en paro, que deben ganarse la vida con semejante oficio. Un bel di... Las palabras han sonado con música familiar en los oídos de nuestro taxista. ¿A qué ópera pertenecen esas palabras? Detiene a la automovilista desconocida, se lo pregunta; y ella, con una sonrisa de complicidad amable, va a aclararle enseguida que son de Madama Butterfly. Y enseguida caerá él en la cuenta; hasta puede precisar ahora cuál es el acto de la ópera donde se cantan... Todo ha sido cosa de un instante. El tráfico aprieta, y pronto desaparecerán de la escena uno y otro personajes. Ha sido cosa de un instante, sólo un contacto fugaz, un chispazo de entendimiento, de solidaridad, de afinidad refinada en medio del brutal y desconcertado escenario.
Supongamos escrito ya el cuento que la anécdota sugiere. Quien lo hubiere redactado habría tenido que elegir un narrador, un punto de vista, para la elaboración de su obrita, e introducir en el texto aquellos elementos retóricos que considerase necesarios o convenientes para prestar credibilidad a la situación, efectividad a la acción y, sobre todo, para evidenciar su sentido. Esto es lo más importante: el sentido que pueda tener lo que se narra. No hubiera sido ésa, por cierto, la primera vez que una pieza de imaginación literaria arrancase de noticias aparecidas en un periódico. Entre los antecedentes más ilustres y conocidos figuran, sin duda, la Madame Bovary, de Flaubert; las Bodas de sangre, de García Lorca, y Le malentendu, de Camus. Se supone que la noticia periodística es información verídica de un hecho sucedido en realidad; y la relación entre esta noticia y una ficción poética montada luego, sobre su base nos lleva hacia una cuestión bastante vidriosa que, a partir del romanticismo, ha venido preocupando al mundo de las letras: la cuestión de originalidad o plagio. Porque en tales circunstancias, la obra no surge directamente de una confrontación entre el autor y la realidad viva, sino que es reelaboración de otro texto, aun Cuando éste se presenté como fiel relato de algo sucedido en la realidad práctica; y hasta puede acontecer -tal ocurrió con el drama de Camus- que la información resulte ser falsa, y los hechos referidos, invención de un periodista en apuros por suplir a la carencia de material informativo. Pero de cualquier manera, los términos de ese problema del plagio son demasiado confusos, el asunto me parece mal planteado, y me pregunto si tal vez pudieran ayudar a aclararlo un poco las reflexiones suscitadas en mí por la tentación -felizmente resistida- de convertir en cuento esa noticia que, apenas llegar a la ciudad, leí en The New York Times.
En cuanto al plagio, ya una vez se dijo que, por contraste con el tratamiento penal aplicado al robo, en literatura sólo se absuelve este delito cuando le sigue el asesinato de la víctima: al robarle a Lope de Vega su Alcalde de Zalamea, Calderón lo dejaría muerto... Lo cierto es que, pese a los pujos románticos de una imposible originalidad absoluta, la literatura se nutre, y siempre se ha nutrido, de sí misma, a la vez que sirve de alimento a esa realidad práctica de la que, por otra parte, también recibe sustancia en un proceso de incesante feedback. El contraste entre realidad e imaginación es artificioso; y si la noticia del periódico interpone un texto escrito entre esa realidad práctica y la deliberada creación de un producto literario, ¿acaso ello cambia mucho las cosas? De cualquier modo, el material -caótico e informe- de la experiencia práctica sólo adquiere sentido a través de la percepción culturalmente modulada (digamos, a través de la literatura, entendida ésta en su más amplia acepción) por una mente humana; y esta percepción, que ordena y dota de sentido a los datos de la experiencia haciendo inteligible la realidad, ha de darse tanto en el relato corriente de quien le cuenta a su mujer aquello que ha visto u oído en la calle como en los versos del poeta que vuelve a cantar el reencuentro de Ulises con la suya.
Pero basta ya. No vaya a convertírseme este cuento en el cuento de nunca acabar.
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