Europa, entre el casticismo y la ciudadanía
Hace unos días, Jürgen Habermas se prestaba en Madrid a un discreto coloquio en torno a sus "reflexiones sobre el futuro, de Europa", un futuro que se debate entre, dos polos que se necesitan y se repugnan: el de la identidad nacional, por un lado, y el de la ciudadanía, por otro.El concepto de ciudadano no admite fronteras. Es el reconocimiento histórico del hombre como sujeto de la res pública de tal suerte que lo que llamamos política encuentra base y legitimación en el principio de autodeterminación de ese sujeto. El colectivo que así se constituya no encuentra identidad en afinidades étnico-culturales, sino en la ciudadanía, en el ejercicio democrático de sus miembros.
La historia de las identidades nacionales es más tormentosa. Si hubo un tiempo en el que nación equivalía a casta, esto es, a comunidad natural hecha a base de misma lengua, mismas costumbres y tradiciones, también es verdad que a raíz de la Revolución Francesa llega a confundirse con el contenido democrático de ciudadanía. La nación, decía Renan, "es un plebiscito de cada día". La nación dejaba de ser lo castizo para convertirse en el derecho de los pueblos a autodeterminarse políticamente.
A pesar de este encuentro histórico entre conciencia nacional y convicción republicana o ciudadanía, Habermas insistía en la diferencia conceptual. El ser ciudadano no se agota en el. nacionalismo por una razón: el nacionalismo se casa con la libertad colectiva sólo en tanto en cuanto la conciencia nacional previene y protege a los de dentro frente al imperialismo de afuera. Ahora bien, eso no significa necesariamente reconocimiento de la libertad de los ciudadanos de puertas adentro.
Tenemos, pues, que las identidades nacionales de los modernos Estados europeos resultan de un componente nacionalista, otro republicano, sin olvidarla libre circulación del comercio tanto individual como colectivo, esto es, el mercado. Entre ellos surgen todo tipo de tensiones: entre los intereses particulares del nacionalismo y los universales de la ciudadanía, entre el proteccionismo nacionalista y la lógica ilimitada del mercado, entre el principio de autodeterminación del repikblicanismo y la querencia colonialista del capitalismo...
La apuesta por Europa sig nifica creación de una nueva cultura política común, empresa que pasa necesariamente por una criba de los tres elementos citados: si el objetivo es una unión económica, tendríamos un internacionalismo europeo, compaginable con los viejos nacionalismos, pero vacío de la universalidad que sólo reside en las exigencias republicanas de los derechos de ciudadanía. Esa Europa haría más ricos a los Estados miembros, pero se defendería de los Estados pobres y sobre todo de los veintitantos millones de emigrantes que amenazan la estabilidad económica de los países ricos y sus identidades étnico-culturales.
Para hacerse cargo de esos nuevos e inevitables problemas hace falta que el futuro de Europa se plantee como unidad política. Eso comporta poner sobre la mesa la posibilidad de una nueva cultura política común o, lo que viene a ser lo mismo, enfrentarse a la legitimidadde las culturas políticas que envuelven las actuales identidades culturales.
La propuesta habermasiana se apoya, por un lado, en la ya mencionada diferencia conceptual entre etnos y demos. No son de recibo las modernas querencias nacionalistas empeñadas en fabricar Estados-etnias porque eso supone la negación del pluralismo cultural que conlleva la democracia. Pero los modernos Estados democráticos carecen de justificación racional para encerrar el universalismo de los derechos ciudadanos en el corral de la nación, por eso denuncia los patriotismos comunitaristas que convierten en principio sacrosanto la conservación de la actual cultura política o formas de vida, al abrigo de la promiscuidad que supondría recibir a emigrantes de otro color, credo o lengua. Es como si al cocido, elevado por un momento a la categoría de plato nacional, no hubiera modo de alterarle sus ingredientes a base de berzas, garbanzos, falda de vaca y carne de cerdo. Ahora bien, se dice Habermas, si los Estados modernos constituyen ya una cultura política fruto de muchas tradiciones étnico-culturales, ¿por qué no dar un paso más hacia una nueva cultura política, tan amplia como Europa, fruto esta vez de todas las formas de vida logradas en los Estados nacionales? No sic trataría tanto de transferir soberanía nacional a una instancia transnacional cuanto de desdrámatizar lo del Estado-nación en el sentido de pensarlo pragmáticamente en función de quien es alfa y omega de la res pública: el ciudadano. Lo sustantivo serían los derechos universales de los ciudadanos (los derechos humanos), y lo adjetivo, la instancia responsabilizada en satisfacer esos derechos respecto a los colectivos que de forma más o menos estable ocuparan su territorio.
No es difícil imaginarse una cierta protesta proveniente de las filas de la identidad nacional, tanto más sonora cuanto más cerca esté del sentinúento nacionalista que sueña una Europa dotada, por un lado, de poder transnacional (previo vaciamiento del nacional), y por otro, de Gobiernos autonómicos, garantes nacionalistas del particular patriotismo comunitarista.
Pese a las dificultades prácticas, Haberinas mantiene su discurso a condición de que se entienda el lugar desde el que habla. Él no hace un planteamiento utópico. o moralizante, sino normativo. En la jerga filosófica, el concepto normativo implica exigencia moral, pero, a diferencia del discurso moralizante, piensa que cuenta para ello con sólidas razones y con guiños de la realidad. Por lo que hace al caso, la exigencia moral de crear una nueva política deriva del siguiente razonamiento: el concepto de ciudadanía que todos celebramos encontraría mejor acomodo en una Europa articulada en función de una nueva cultura política que en el Estado-nación. El cariz realista de la propuesta se cifra, por un lado, en el movimiento poblacional alentado por exigencias del mercado. Las faenas que desempeñan los turcos en Alemania y Suiza, los norteafricanos en Francia o los centroafricanos y portugueses en España obedecerían a esa lógica del mercado. Por otro, el pronóstico de esos 20 o 30 millones de vecinos y periféricós pobres que se están haciendo el petate para aposentarse en las zonas cálidas de los Doce. Puede que no coincidan del todo los intereses del hambre de los unos y del beneficio de los otros. Pero el desafío migratorio está ahí. Todo esto sin olvidar la política positiva de algunos Gobiernos y muchos partidos políticos o fuerzas sociales empeñadas en el proyecto de una Europa políticamente unida.
Como se ve, la argumentación habermasiana separa el contenido conceptual de democracia del de nacionalismo, para así liberar el contenido universalista de ciudadanía y buscarle acomodo en un tipo de organización política transnacional: Europa. Como flilósofo que es, cifra su aportación en la creación de una cultura política que responda al republicanismo de la democracia. El problema es evidentemente las resistencias nacionales: las que provienen de la identidad nacional del Estado-nación y, más aún, las que se anuncian desde los viejos y nuevos nacionalismos.
Haría falta una gran inversión de la opinión pública en este proyecto para superar las limitaciones de las identidades nacionales. También convendría detenerse, más de lo que lo hace Habermas, en esto de las identidades. La memoria es una ayuda. Pasa en esto lo mismo que con el dichoso cocido. Se celebra como plato nacional cuando en realidad es una adafina o plato judío del sábado al que los cristianos viejos añadie ron panceta y chorizo, con avie sa intención ideológica. El coci do como el Estado moderno es el triunfo de una parte sobre el todo o, a decir de Américo Castro refiriéndose a España, el triunfo de la casta cristiana so bre la judía y musulmana. La identidad nacional siempre se hace a costa de alguien, de reprimir a las culturas perdedoras -una dinámica que se aprenden bien los nacionalismos posteriores-. Esas identidades serían a la postre una creación artificial -también lo decía Habermas- en la que luego se invierte cantidad de sentimiento, lo que no impide preguntamos hoy: "¿No es el español tan cristiano como judío o árabe?, ¿no forman la cultura judía y árabe parte de la identidad europea? Si todos los pueblos hicieran ese ejercicio, llegaríamos a la conclusión de que Europa no existe, que no hay manera de acotar su pluralismo cultural, lo que en verdad significaría que Europa está madura para articularse republicanamente, esto es, en función de los derechos y libertades de los ciudadanos. A las viejas identidades nacionales se les pediría el fuerte precio de liberar las tendencias más universalistas de sus tradiciones aceptando perderse en una nueva y superior identidad. Casi una utopía.
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