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Empeoramos

Fernando Savater

En muchos años de lanzar augurios bienintencionados que los vientos históricos se han empeñado siempre en ridiculizar, sólo he tenido el discutible gusto de ver cumplida una de mis profecías. Hace 10 años, en estas mismas páginas, sostuve que la cruzada prohibicionista contra la droga no acabaría con su tráfico, sino que lo potenciaría; no reduciría la importancia de las mafias del narcotráfico, sino que les proporcionaría ingresos e influencia; no disminuiría el número de delitos cotidianos vinculados con la adquisición de drogas ilegales, sino todo lo contrario. Pronostiqué que cada vez serían más los encandilados por el oscuro prestigio de hacerse adictos y conquistar la corona de espinas del nuevo martirio social, y que las muertes por sobredosis seguirían en aumento constante (la aparición del sida como agravante no la preví: nadie es perfecto). Como resultados políticos de la cruzada en marcha auguré la merma de libertades privadas y públicas, así como el nacimiento de otra intolerancia teológica, pero ahora con base sociomédica que legitimaría los ánimos persecutorios de la buena conciencia estatalizada. Lamento sinceramente haber tenido por una vez tanto tino como arúspice... Me apresuro a declarar que tampoco este acierto se debe a mi inexistente genialidad como futurólogo, sino a las advertencias de médicos como Thomas Szasz, economistas como Milton Friedinan y políticos poco convencionales como Marco Pannella, combinadas con cierto sentido común. La base del razonamiento es sencilla y, hasta donde yo alcanzo, irrefutada: la verdadera adicción a las drogas ilícitas (en cuanto fenómeno criminógeno) no tiene fundamento químico, sino económico. Y ese fabuloso negocio se basa en la prohibición misma de esos productos, que los sustrae a las comunes regulaciones y controles del mercado, asilvestrando hasta el delirio los beneficios que proporcionan, la tentación que les sirve de propaganda y lo letal de sus efectos. Efectivamente, hay personas que solicitan atención médica para desintoxicarse tras el abuso de ciertas drogas (aunque en la mayoría de los casos sus problemas no son clínicos, sino sociales, laborales, afectivos, etcétera, y poco se resuelve si no son enfocados de este modo). Pero empeñarse en resolver la delincuencia en torno a la droga a base de centros de desintoxicación equivale a contratar fisioterapeutas para regenerar a carteristas y estafadores.

Como en el caso de otros delitos en los que se da total complicidad entre quien los comete y quien los padece, por ejemplo la prostitución, la voluntad de las supuestas víctimas hace las infracciones de este género inextirpables. La policía entonces se limita a administrar el delito que no puede suprimir, confinándolo en ciertos barrios, limitándose por lo general a controlarlo y a veces persiguiéndolo con denuedo inversamente proporcional al status social de los infractores. Las mesnadas de voluntarios aparecidas en barrios periféricos de algunas ciudades españolas, con métodos semejantes a los del Ku Klux Klan, intentan ahuyentar de sus territorios este comercio, próspero pero peligroso y de mala nota. No son prima facie racistas, y hacen a su modo algo parecido a lo que pretenden los ricos en sus zonas residenciales con guardias de seguridad privados. Pero la caza del enemigo público es un deporte peligroso, y pronto se mezcla no sólo la xenofobia, sino el odio al raro, al forastero, al irregular en cualquier sentido, etcétera. El entusiasmo de los patrulleros indica que están dando suelta a algo más que al interés por su seguridad. Y los chavales, que viven en un sistema en el que cada vez se participa menos y en el que participan menos, aprenderán, si Dios no lo remedia, en esos somatenes que la democracia es coger una estaca y salir a buscar viciosos.¿Qué hacer? La derecha lo tiene claro: la culpa de todo estriba en la supuesta permisividad socialista en cuestión de drogas blandas (aquellos polvos, estos Iodos, etcétera), y no hay más solución que la represiva, aunque la represión deba ser a la vez policial y terapéutica, que por algo estamos en el siglo XX. Ya saben ellos que el problema va a seguir estando ahí, pero en el fondo no viene mal porque es una coartada para aumentar el autoritarismo y derivar sobre chivos expiatorios a medio camino entre el pecado y el delito las insatisfacciones sociales. Otros, un poco más esclarecidos, se empeñan en gritar que hay que ir contra los grandes traficantes, investigar los bancos, etcétera. ¡Como si los narcotraficantes hubiesen inventado las drogas ilegales en lugar de haberse aprovechado de su ilegalidad! ¡Como si hubiese medida mejor para acogotar a los que se lucran de la prohibición que suprimirles de una vez por todas esa fuente de beneficios! Por fin tenemos a quienes, comprendiendo que despenalizar es la única solución a largo plazo del problema, arguyen que se trata de cosa dificilísima, por requerir un consenso internacional, y que no se puede pedir a la gente preocupada por su seguridad que espere tanto. De acuerdo, pero ¿no puede al menos comenzar a plantearse públicamente en foros nacionales e internacionales el asunto?, ¿no puede dejarse de decir majaderías sobre que la legalización nada resolvería, como si no supiésemos que la persecución lo está causando todo?, ¿no se puede al menos intentar el reparto de ciertas drogas y sucedáneos a quienes es obvio que de otro modo delinquirán para conseguirlas, con las restricciones y controles que se consideren oportunos?

La solución brindada por el Gobierno en forma de nueva ley de seguridad ciudadana se parece más a lo que pide la derecha que a ninguna otra cosa. Es una concesión al populismo, que por lo visto es el sustituto de un socialismo ya sin savia. Lo ha expresado muy bien Felipe González: como en la calle parece reinar la ley de la selva, él se ofrece para tocar el tamtam. La actitud contraria a la nueva ley poco tiene que ver con la intelectualidad de los críticos ni con la escasez entre ellos de albañiles (aunque en efecto la extensión de los estudios superiores colaboraría a disminuir las perspectivas políticas de Rodríguez Ibarra y demás miembros del clan del oso cavernario). Se trata sencillamente de que no nos creemos que un aumento de la impunidad de la policía signifique aumento de su eficacia. Escarmentados por el caso GAL, por el caso Nani, por el caso Corroto, etcétera, ya no se fía uno. Después de oír a Barrionuevo pronunciando ante el tribunal su sentida declaración de amor a José Amedo y tras ver a Paesa en la calle tan campante, cuantas más garantías judiciales tengamos frente a la acción policial, mejor. No podemos olvidar que hay fondos reservados incontrolables que se nos pueden poner en contra el día menos pensado. ¿Qué reprochamos, en resumen, a quienes tan bien nos quieren que empiezan por hacernos llorar? Lo que objetó Georges Bernanos a otros parecidos hace tiempo: "Lo que vuestros antecesores llamaban libertades, vosotros lo llamáis ahora desórdenes y fantasías".

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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