Yeltsin y la nariz de Cleopatra
Como muchos, sospecho que si Borís Yeltsin no hubiera estado allí para aglutinar y liderar la resistencia contra el golpe de Estado, los facciosos hubieran podido salirse con la suya. No reivindico al "héroe", gestor de todos los acontecimientos, según creía Carlyle, sino algo más modesto: la función del azar y del individuo en las conmociones sociales.Esta manera de leer la historia -si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, más larga o más torcida, otra fuera la suerte de Roma- está desprestigiada desde el crepúsculo del romanticismo, pero con el descrédito de las ideologías y de lo que Popper llama "historicisrno" -la creencia en que la evolución de la sociedad obedece a leyes impersonales e inflexibles- es posible que recobre vigencia. Porque lo sucedido en la URSS le ha devuelto respetabilidad.
Hay quienes aseguran que la conspiración de Guennadi Yanáiev y compañía nació muerta porque la sociedad soviética, luego de seis años de perestroika y de glasnost, ya no podía tolerar un retroceso hacia el verticalismo, y que el pueblo se hubiera hecho exterminar en masa antes que permitir el retorno de la censura, el partido único y los campos de concentración. Ésta es una visión optimista que no congenia con las informaciones que transpiraron de la URSS al resto del mundo en las primeras horas del golpe.
La verdad es que en este periodo la situación fue extremadamente incierta y que de: no mediar dos factores neurálgicos otro hubiera podido ser el desenlace. El primero es la ineptitud de unos conspiradores que soñaban con resucitar el viejo orden totalitario pero no se atrevían a usar sus métodos. Dejaron funcionando el sistema de comunicaciones interno. y externo -teléfonos y telégrafos incluidos- y, con la excepción de Gorbachov, a todos los otros líderes democráticos -Yeltsin, los. alcaldes de Moscú y Leningrado, los dirigentes de los partidos de oposición en libertad. "Y, en vez de imponerse por el miedo, con escarmientos rápidos y ejemplares, dieron instrucciones a los tanquistas de que evitaran disparar y trataron de sobornar a las amas de casa moscovitas atiborrando apresuradamente de pollos y tocino algunos desguarnecidos almacenes de la capital. Uno de los principales conjurados, el ex primer ministro Valentín Pávlov, asustado de su audacia, bebió tanto vodka que debió ser llevado de urgencia a una clínica a desintoxicarse. Y una de las órdenes de la junta facciosa parecía inspirada en las peores películas anticomunistas de Hollywood: fabricar a toda prisa ¡250.000 pares de esposas! Nada de esto es serio.
No sólo los cadáveres embalsamados de Stalin y de Lenin, también sus émulos vivientes, Fidel Castro y Kim il Sung, deben haber temblado de desprecio hacia semejantes valedores de la lucha de clases y el materialismo histórico que querían atajar a la contrarrevolución sin cortar cabezas, sin hacer disparar a los soldados y sin instalar paredones de fusilamiento de modo que la gente entendiera que toda resistencia sería ahogada en sangre.
¿Por qué actuaron así? ¿Qué razón ideológica o moral impidió a esos personajes, entre los que se hallaban el jefe de las Fuerzas Armadas y el responsable del KGB, usar la violencia "partera de la historia"? Precisamente la ausencia de convicciones ideológicas y morales firmes.
No creían en lo que hacían, y lo que hacían no se apoyaba en doctrinas, creencias o valores que hubieran podido exhibir como fundamento ético o histórico del golpe. Su manifiesto no hablaba del socialismo, de la revolución mundial, de los intereses de la clase trabajadora, del imperialismo o el capitalismo amenanzantes. Ninguna de aquellas razones que el partido comunista esgrimió siempre para sus orientaciones estratégicas y decisiones tácticas, y como coartadas de las menudas fechorías o los grandes crímenes de sus líderes, figuran entre los argumentos con que la junta se presentó ante el pueblo soviético y el mundo. Las suyas fueron las razones retóricas de cualquier gorila subdesarrollado que amotina un cuartel: acabar con la inseguridad y el desorden, mejorar los niveles de vida, poner fin a la corrupción, salvar a la patria en peligro...
En realidad, no se levantaron en nombre del marxismo ni del leninismo, en los que, a estas alturas, ni siquiera ellos creen. Defendían unos intereses menudos, sórdidos, los de los apparatchiki civiles y militares a quienes los cambios de estos últimos seis años debilitaron y amenazaban con remover. Los pequeños o grandes privilegios que siempre tuvieron como funcionarios del partido y figuras jerárquicas de esa burocracia que, salvo en los primeros tiempos heroicos, vivió siempre mucho mejor (y a costa de la pobreza) que el resto de la sociedad. El suyo no era un golpe de Estado animado por el mesianismo dogmático que impregnó las sangrientas hazañas de un Lenin o un Stalin. Más bien un pequeño compló de parásitos sociales para preservar el statu quo. Por eso les temblaban las manos, como recordó Gorbachov. Su inhibición y su mediocridad contribuyeron en buena parte a su fracaso.
Pero el factor decisivo fue la actuación de Borís Yeltsin. El galvanizó la resistencia en torno a su figura y actuó desde el primer momento con la energía y resolución que faltaban a los golpistas. Cuando el martes a mediodía, en aquella plaza todavía sernihuérfana de resistentes, se trepó a aquel tanque para leer la proclama que desafiaba a los facciosos y los llamaba aventureros y criminales, no cupo la más mínima duda: él sí sabía lo que hacía, lo que quería -y la manera de lograrlo.
Es verdad que hablaba con la desenvoltura de la legitimidad, algo que ni los insurrectos ni el propio Gorbachov podían hacer, pues Yeltsin tenía consigo los millones de votos que lo hicieron presidente de Rusia en las primeras elecciones libres de la historia de su país. Pero, además, su mensaje fue clarísimo, y su gesto, gallardo, algo que, en esas circunstancias, tuvo un efecto contagioso y sirvió para decidir a los vacilantes y encorajar a los asustadizos. La suya fue una declaración de guerra sin cuartel: huelga general, desobediencia civil, instrucciones a los comandantes de todas las unidades militares de ponerse bajo su mando y la exigencia de que Gorbachov fuera repuesto en la jefatura de la URSS con sus poderes intactos.
Es siempre arriesgado especular sobre lo que hubiera podido pasar y no pasó. Pero mientras más reflexiono y averiguo sobre esos tres días del minidrama moscovita -leyendo todo lo que cae en mis manos sobre el tema-, más convencido estoy de que, sin el frontal desafio de Yeltsin a la junta, su negativa a contemporizar y su decisión de resistir aunque ello costara un baño de sangre, los golpistas hubieran podido triunfar. Porque la resistencia popular fue, en esas primeras 24 horas, rala y desordenada. Sólo a partir del martes por la tarde, luego de que la noticia de aquel gesto corrió como la pólvora por todos los pueblos de la URSS, cobró las dimensiones formidables que voltearon a los cuarteles y paralizaron a los tanques. Es cierto que seis años de perestroika habían devuelto discernimiento cívico y responsabilidad individual a muchos soldados y policías -ya estaban demasiado corrompidos por la libertad para obedecer, como lo hicieron los autómatas de la República Popular China que perpetraron la matanza de Tiananmen, las órdenes represivas del centro-, pero la de.mocratización de la sociedad soviética es aún precaria y, ante la amenaza golpista, no se produjo una respuesta generalizada y fulrrúnante capaz de ahogarla a través de mecanismos institucionales, como ocurrió en España el 23 de febrero de 1981. Es probable que el desempeño de Yeltsin -la nariz de Cleopatra- inclinara hacia la libertad una balanza que estuvo algunas horas vacilando, sin saber a quién favorecer.
La primera lección que hay que sacar de esta experiencia -a la que, con la turbamulta de notables ocurrencias que vivimos desde hace algunos años en el mundo ya no me atrevo a llamar extraordinaria- es que quien parecía un político algo miconsistente y demagogo sale de la prueba convertido en la gran figura política de su país, en un estadista respetado a escala internacional y al que espera un protagonismo cada día mayor. Su conducta durante el golpe fue admirable; luego, con medidas como la inaceptable clausura de seis periódicos, lo ha sido menos. En todo caso, es evidente que de su empeño, como dirigente demócrata o como caudillo con propensiones autoritarias, dependerá en buena parte la evolución de su país en esta nueva etapa de su historia.
Quien sale maltratado de la prueba es el héroe de la perestroika: Mijaíl Gorbachov. Es verdad que resistió las presiones de los facciosos para que renunciara y les diera algún tipo de aval. Pero lo suced do dio una tétrica confirmacion a lo que Edvard Shevardnazde y Alexandr YákovIev y otros reformistas venían anunciando: que había una conspiración reaccionaria en marcha y que sus autores rodeaban a Gorbachov sin que éste moviera un dedo para apartarlos. Peor aún: todos los golpistas, empezando por Yanáiev, obtuvieron sus cargos gracias a él, que de este modo pensaba apaciguar a la facción retrógrada. Su errada estrategia pudo significar el fin de la perestroika y el retorno al oscurantismo.
Muchos van a releer ahora el libro de Gorbachov sobre la perestroika y advertir lo anticuado que se ha vuelto, con las cosas que han sucedido desde que lo escribió. Porque en ese libro se defiende la cuadratura del círculo: la democratización de la sociedad soviética con el partido comunista en el mismo papel que tuvo desde 1917. En ninguna de sus páginas se cuestiona el principio básico del totalitarismo: el rol hegemónico -en verdad, único- del partido dentro de la sociedad. Y parece como si la "reestructuración" y la "transparencia" bastaran para, democratizando el partido, liberalizar a toda la nación. El golpe de Estado fallido ha puesto de manifiesto la inanidad de esta suposición en la que Gorbachov parece haber creído a pie j untillas, por lo menos hasta descubrir, aquella tarde triste, que ninguno de los teléfonos de su dacha funcionaba.
No contribuyó a mejorar su imagen su reaparición, luego del calvario de tres días, alicaido y contradictorio, declarando ante la prensa. que al partido comunista había que darle "el beso de la vida", para ponerloffiera de la ley unas horas después. Esta prohibición es, claro está, antidernocrática, inaceptable desde el punto de vista de los principios y un mal comienzo para una sociedad que quiere hacer suya la cultura de la libertad -es decir, el pluralismo-, e incluso un error político, pues la prohibición regala una aureola de víctima a una organización que, no importa cuán poderosa fuera su apariencia, raya, como demostró el golpe, un cadáver lleno de gusanos.
Como en un sistema de vasos comunicantes, en el horizonte soviético se perrilan la estrella creciente de Yeltsin, la declinante de Gorbachov, una aceleración del derribo de las estructuras totalitarias y de la emancipación de las nacionafidades. También el riesgo del caos, hambre, autoritarismo y guerras civiles. Y lo seguro es que habrá nuevas sorpresas piara la ex IURSS en esa caja de Pandora en que se ha convertído la historia contemporánea.
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