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EE UU y el fin de la pesadilla roja

El dramático golpe de Estado fallido en la Unión Soviética ha hecho resurgir un torrente de profundos sentimientos entre los hombres y las mujeres del pueblo norteamericano. Después de todo, no hace mucho tiempo, esta joven nación crecía angustiada por las pesadillas del monstruo rojo y las visiones fantasmagóricas del comunismo.Los ciudadanos estadounidenses de más de 40 años recuerdan vívidamente y con aprensión los años de guerra fría. Muchos no han olvidado el estado de alerta constante y el temor a la invasión por sorpresa del imperio del mal. Otros evocan, todavía con sobresalto, los ejercicios de alarma en el colegio, en los que había que ocultarse precipitadamente debajo de los pupitres o huir al refugio atómico más cercano, al sonido de sirenas, de campanas o de gritos de "¡que vienen los rusos!".

Durante años, el comité del senador McCarthy, con su fobia anticomunista, se encargó de marginar o encarcelar a los simpatizantes de la ideología soviética. Al mismo tiempo, Hollywood autoalimentaba al pueblo americano la obsesión persecutoria con sus películas espectaculares sobre la gran amenaza roja, mientras diseminaba al resto del mundo la imagen gloriosa, de esplendor y de invencibilidad de Norteamérica.

Como ocurrió hace unos meses con el conflicto del Golfo, el pueblo estadounidense se ha visto de nuevo conectado a la televisión, la fiebre de la CNN ha vuelto a brotar. Otra vez se trastornaron las rutinas de la vida diaria y la pequeña pantalla volvió a invadir la familia, los lugares de trabajo y las vacaciones de verano. Las imágenes en directo, evocadoras y llenas de vida, proyectaron nuevamente una trágica serie. En definitiva, la crisis en Rusia se ha vivido en Norteamérica principalmente como un evento visual.

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Sin embargo, a diferencia de la guerra de Irak, en la que ni los buenos parecían ser tan buenos ni los malos parecían ser tan malos, en Moscú el argumento era fácil de entender, y los protagonistas, los buenos, los malos, los héroes y las víctimas, estaban claramente identificados.

Durante las horas del drama, muchos veían horrorizados la posibilidad de una matanza sangrienta. Otros presagiaban el derrumbamiento de los ideales esperanzadores recién nacidos en la Unión Soviética: la democracia, la libertad, la apertura y la reforma. Como si el sueño de la razón no hubiera tomado en cuenta la fuerza. Algunos vaticinaban con terror la resurrección del comunismo, el enemigo número uno de la humanidad, el arquetipo del mal, la antítesis de la bondad americana. Ciertamente, la visión ante sus ojos del nuevo orden mundial con Sadam Husein gobernando en Bagdad y los carros de combate de los descendientes de Stalin en las calles de Moscú resultaba tan incomprensible como intolerable.

Sin embargo, para quienes el derrumbamiento reciente del comunismo en Europa del Este les supuso el dislocamiento inesperado de su esquema vital del bueno y del malo, y, después de haber pensado durante décadas que el enemigo estaba fuera, empezaban a descubrir, con gran pesar, que Norteamérica es quizá su propio enemigo, el posible resurgimiento del comunismo les ofrecía la oportunidad de recomponer su ecuación histórica del bien y del mal. Para este grupo, un golpe de Estado con éxito hubiese permitido volver a desviar hacia fuera la atención y la culpa vinculadas a los problemas masivos internos: la droga, el crimen, el sida, la alta mortalidad infantil, la pobreza, el racismo.

En ciertos sectores de la sociedad estadounidense, el golpe totalitario en Moscú también ha evocado subliminalmente una velada introspección. Pues a medida que el péndulo soviético oscila hacia la democracia, aquí, en Norteamérica, se aprecia una creciente intolerancia de las instituciones hacia las libertades individuales, la diversidad y las reivindicaciones de los grupos étnicos, los raciales y los marginados que forman el mosaico demográfico del país.

Por último, para la gran mayoría de los norteamericanos, las imágenes del drama, tan humanas y reales, han despertado un nuevo proceso de identificación con el pueblo ruso. Pues, contrariamente a la enseñanza que recibieron durante décadas, los estadounidenses han visto con sus propios ojos que los hombres y las mujeres moscovitas viven, sienten, aman, sangran y mueren de la misma forma. Como muchos han comentado, "son gente como nosotros". Paradójicamente, la visualización en directo del golpe fallido ha servido, más que nada, para humanizar al pueblo soviético ante los ojos de Norteamérica.

Luis Rojas Marcos es psiquiatra y dirige el sistema hospitalario municipal de salud mental de Nueva York.

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