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El alcalde, el concejal y el ciclón municipal

José María Álvarez del Manzano es, según el autor, un alcalde dispuesto a delegar, que para encajar golpes cuenta con el concejal de Centro, Ángel Matanzo, el equivalente de Gil en la división de los pesos ligeros.

Las alcaldadas del ubicuo huracán de Marbella tienen en ascuas a muchos de sus colegas, alarmados por la creciente mala fama del gremio y expuestos a que las afiladas lenguas de la oposición, amplificadas por los secuaces de la prensa, les metan en el mismo saco que el ogro de la costa en cuanto se les escape un exabrupto en público, digan una palabra más alta que otra o se inmiscuyan en un altercado callejero. A muchos alcaldes les gusta ponerse gallitos y ejercer la autoridad al viejo estilo, y a veces invocan los felices nombres de Fuenteovejuna y Zalamea, obras indispensables en la formación de un alcalde, que suelen confundir sin exponerse a mayores males porque casi todo el mundo las confunde.Ramón Escobar, alcalde popular de la ciudad de Segovia, ha sido una de las primeras víctimas del síndrome de Marbella. Los de Izquierda Unida le han llamado públicamente Gil a causa de un bando en el que se imponen fuertes multas para los que se droguen en público y para los que dejen aparcadas sus litronas en cualquier parte.

Escobar ha reaccionado inmediatamente proclamando en el diario local: "No soy un Gil", para afirmar a continuación que antes de que le llamen así prefiere que le llamen gil... con todas las letras. El vilipendiado alcalde segoviano, al fin y al cabo, no ha hecho más que seguir esa filosofla popular, tan apreciada en las filas del partido y que ha contribuido al triunfo de su cofrade Álvarez del Manzano.

El alcalde de Madrid no tiene miedo a que le llamen Gil, él es un hombre apacible, modoso y de sonrisa meliflua, un hombre que se hubiera sentido incomodísimo en Fuenteovejuna y no habría dudado en delegar sus funciones. Álvarez del Manzano, a la hora de buscar ejemplos en la historia y en la cultura, no tiene reparos en acudir al refranero y citar en su ayuda a su anónimo colega, el sabio alcalde que acuñó el "ahí me las den todas", mientras su alguacil recibía, por delegación, las bofetadas que a él le correspondían.

Para encajar tiene el equipo municipal un duro fajador, el concejal Ángel Matanzo, que se crece en el castigo y devuelve los golpes; Matanzo es el equivalente de Gil en la división de los pesos ligeros.

Indisciplinado como El Potro de Vallecas, con el que comparte agresividad y jerga tabernaria, el concejal de Centro es un tifón que ha limpiado su distrito de prostitutas, camellos, toxicómanos, vendedores ambulantes, inmigrantes ilegales, artesanos legales, noctámbulos, artistas y turistas; gentes entre las que se podrían cont ar con los dedos de una mano los que votan a su partido, y que, además, incordian a los que votan a su partido y a los del propio partido.

Labor de exterminio

Ahí está, por ejemplo, el caso de la plaza de Santa Ana: los artesanos del mercadillo impedían que un honesto tabernero, afecto al partido y emparentado con uno de sus concejales punteros, instalara su terraza de verano. El coste ha sido alto: cargas policiales, detenciones, multas, redadas y sanciones a tabernas de la competencia, obras, remodelaciones y otras maniobras de diversión, pero La Suiza ha conseguido abrir su terraza sin respetar la neutralidad.

A juzgar por la magnitud de la batalla, deben ser muchos los adalides populares de la moral y las buenas costumbres apuntados en la lista de espera, dispuestos a ocupar las zahúrdas expropiadas a las fuerzas del mal para montar sus decentísimos negocios: sanísimas terrazas y saneados establecimientos donde las personas decentes puedan tomarse su horchata o emborracharse con arreglo a la tradición, sin ser molestados por patéticos drogadictos mendicantes o vendedores africarios de abalorios sin NIF y sin tarjeta de residencia.

Para culminar su labor de exterminio, el concejal Matanzo reclamó en su día más control sobre la Policía Municipal, de la que usó y abusó como guardia pretoriana.

Si José María Álvarez del Manzano no fuera tan melindroso y no temiera tanto por su buen nombre, el sheriff Matanzo terminaba de vaciar su distrito en dos patadas. Bastaría con que le dieran manos libres y pusieran a su servicio media docena de fieles pistoleros, hombres bragados, como esos seis policías municipales que sin ayuda de nadie consiguieron reducir para toda la eternidad a un peligrosisimo ladrón de coches que les había rodeado.

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