Nupcias
Se casaron en los Jerónimos, y el banquete nupcial se celebró en un salón del Ritz donde los novios, que eran aristócratas, habían reservado una suite para pasar la noche de bodas. Había muchos bigotitos y cuellos de porcelana entre los invitados; también las damas lucían pamelas con frutas, y se veían niñas rubias con lazos de terciopelo. El sudor en el templo olía a Nina Ricci y a otras marcas de perfume exquisito que se liberaba desde la intimidad de la carne femenina al agitarse las sedas de los abanicos. Al pie del altar, un cura muy guapo, de mandíbula violeta y, santidad probada, había derramado palabras de felicidad sobre la pareja de enamorados congratulándose en nombre de la Iglesia por el hecho de que dos vástagos de familias de honda raigambre cristiana y Financiera hubieran decidido unirse en matrimonio para formar un nuevo hogar santificado por Dios. Con esa entrega mutua se acrecentaría el cuerpo místico. Tendrían hijos sanos, cuyos ojos serían azules como los de la madre, e igualmente heredarían del padre el talento para los negocios. Estas cosas tan dulces había dicho el sacerdote moviendo con elegancia los brazos antes de darles la bendición mientras la pareja de novios se miraba con una sonrisa ambigua. Nadie podía afirmar cuál de los dos era más hermoso. Cuando abandonaron el templo bajo los acordes del órgano, desde los bancos las grandes familias conocidas les iban felicitando, y ahora todos bailaban en el Ritz alrededor de la tarta, pero a las dos de la madrugada terminó la fiesta y ellos subieron a la habitación del hotel. Lentamente, él se fue despojando del traje de novia y debajo del blanco satén aparecieron palpitando de amor sus atributos masculinos; ella se quitó el chaqué con todos los arreos de galán hasta quedarse con el cuerpo anfibio reflejando su desnudez en el espejo bisexual. Comenzaron a besarse, y entre caricias durante toda la noche recordaron las estancias de un viejo palacio cerrado donde siendo adolescentes se conocieron y revelaron su secreto.
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