Desgaste generacional
Muchos ruidos sobre el socialismo español. Los preocupantes resultados electorales en las últimas elecciones municipales y autonómicas, las irregularidades en sus modos de financiación, las tensiones y malentendidos entre Gobierno-partido-grupo parlamentario, por no mencionar las críticas palabras del Rey, se presentan como capítulos de la misma trama, con lo que cualquier pronunciamiento sobre el socialismo corre el peligro de engordar una sensación apocalíptica de catástrofe inminente.Antes de sobrentender que todo es lo mismo habría que analizar cada fenómeno: las filesas remiten a un problema generalizado de financiación insatisfactoria de los partidos políticos; los resultados electorales obedecen a múltiples causas, algunas extrañas a todo este ruido; las palabras del Rey pudieran ser recuerdos de demonios familiares, que no conviene perder de vista del todo; las tensiones entre el Ejecutivo, el partido que le sustenta y el grupo parlamentarlo que media entre ellos podrían ser saludables síntomas de unas prácticas poco justificables desde un punto de vista democrático y que invitarían a marcar las diferencias y a señalar la necesidad de que los grupos parlamentarios y el partido del Gobierno fueran más de lo que deben ser y no son. Estaríamos así ante problemas específicos que tendrían en común aludir a la conveniencia de profundizar el sistema democrático. Pero unas veces por la torpeza de los propios protagonistas y otras por la de los antagonistas, el ruido se empeña en hacernos creer que estamos ante una amenaza de los valores más sagrados por el degeneracionismo del socialismo español. Esta táctica, al tiempo que oculta la generalidad de los problemas ahí planteados (¿quién no tiene problemas de financiación irregular?, ¿quién no tiene problemas de democratización interna?, ¿quién está libre de los vicios señalados por el Rey? ... ), facilita que el PSOE tampoco se los plantee: desempolva la teoría conspiracionista de la historia a la que replica con un retrato de familia.
Algo sí ha ganado el PSOE con tantos quebraderos de cabeza: sentido del peligro, desazón porque algo va mal. Sería lamentable que esta sana conciencia de sus deficiencias se debilitara con el aura, un tanto marchita, a decir verdad, del retrato de familia.
Aunque el PSOE hubiera ganado en las últimas elecciones por goleada, aunque no hubieran aflorado las filesas, aunque no nos hubieran contado los respingos de José María Benegas y demás malhumoradas glosas, réplicas y dúplicas de dirigentes socialistas, había que hablar de un desgaste generacional. En los tratados de la transición española se reconoce la inteligencia del socialismo español, que supo renovarse generacionalmente mientras la derecha exhumaba sus momias y el comunismo ensalzaba supervivientes de pasadas guerras. Esa joven generación de dirigentes, reunidos en torno a Felipe González, traía como proyecto la modernización de España. Sin entrar ahora a discutir las ambigüedades de tal concepto, parece difícil no reconocer que ese proyecto, que era también el de otros muchos hombres e instituciones, ha tenido lugar en su mayor parte. Pues bien, la realización del empeño ha tenido la inevitable consecuencia de un vaciamiento. Ese vacío se hace patente, en primer lugar, en el discurso político. Las resoluciones programáticas de los últimos años son continuación de las anteriores. Pero la historia no se ha parado. Los desafíos de la llamada cultura urbana o los derivados del derrumbe del socialismo real, por no citar otros, nos ponen ante dos fenómenos inéditos. El primero tiene que ver con las consecuencias no previstas del propio proyecto de modernización. Al resolver los problemas del pan aparecen con más fuerzas los de la libertad; hemos ofrecido a nuestros herederos un mundo feliz, rico y competitivo, pero sin haber sido capaces de transmitir otros valores que los que se exigen en esa nueva sociedad: el deseo de enriquecerse, la impiedad en la competencia, la virtud de la excelencia, esto es, la de ser mejor y la de poder más. La caída del muro de Berlín, por otra parte, ha puesto en evidencia el raquitismo de la universalidad y solidaridad de la socialdemocracia, tan aparente en Estados ricos y tan afásica frente a socios pobres. La ausencia o irrelevancia de este tipo de problemas en el Programa 2000 es buena prueba del vacío discursivo en cuestión.
El segundo vaciamiento se observa en los modos o talante del dirigente. En la primera hora dominaba el deseo generoso de contribuir a la realización del proyecto; ahora, en cambio, el sentido patrimonialista del cargo. Se ha pasado de la generosidad en el esfuerzo, del gusto por el riesgo, al cálculo de la acción en función del mantenimiento en el poder. Y como el poder llama al poder, para defender un cargo se acumulan otros. No se vive en función del trabajo que se dedica a la causa, sino en proporción al poder social que tiene la organización. Las filesas de turno son las respuestas necesarias a un modo de vida que no se puede sostener con los modestos medios de un partido cuyo principal capital son sus militantes. La respuesta a las irregularidades no puede consistir en descabalgar a Galeote cuanto en que los financiados por Galeote vivan más modestamente, esto es, que recuerden un dicho antiguo que no es extraño al nacimiento del socialismo: "La riqueza no consiste en tener más cuanto en necesitar menos".
Este cambio de talante pervierte hasta los debates de ideas, pues es difícil saber si las posturas que separan a las distintas familias obedecen al convencimiento desinteresado de las ideas o al cálculo interesado de consecución, conservación o agrandamiento del propio poder.
Las consecuencias de este doble vaciamiento son, ad intra, la consolidación de las castas y, ad extra, el alejamiento de la sociedad. Dentro de la organización política, en efecto, el que tiene un cargo se siente con derechos a conservarlo o a mejorarlo, y cualquier pérdida del mismo es considerada como un fracaso personal. Entretanto, la sociedad mira sin comprender la mayoría de las peleas internas y se pregunta un tanto atónita en qué se distinguen estos güelfos de aquellos gibelinos.
La consecuencia es un debilitamiento del pulso político. Las encuestas sustituyen a las ideas, las sensibilidades a las ideologías; se dice lo que quiere oír aquella parte de la sociedad donde se concentran los votos y se calla lo que por identidad habría que decir.
Entender estos desvíos del dirigente político en categorías de desgaste generacional podría inducir al error de pensar que todos son así y que cada cual es siempre así. Nada más lejos de mi intención que este tipo de explicación organicista. Los males de una generación se refieren al entramado general, pero que podría ser de otra manera si sus protagonistas cambian o se enriquece el entramado con cambios y personas, lo que permitiría un nuevo envite.
Un desgaste generacional invoca una renovación generacional. Estamos viendo estos días que el SPD alemán se está renovando con jóvenes de 50 años. El problema del socialismo español es que sus más veteranos dirigentes apenas si rozan esa edad. Esa relativa juventud biológica no facilita la renovación política, pues el susodicho dirigente se siente con fuerzas, experiencia y conocimientos suficientes como para seguir en la brecha. Si a eso añadimos la verdad a medias de que "los que vienen atrás son más conservadores", se podrá tomar conciencia de la dificultad de la empresa. Unamuno distinguía entre lo comunal (suma de egoísmos privados) y lo colectivo (determinado por el interés general). Pedir a un hombre en pleno vigor que dé paso a quien puede aprender de él es una locura sólo planteable allí donde el militante, por muy dirigente que sea, se siente parte de un colectivo y no patrón de lo comunal.
Y, sin embargo, no parece que se deba renunciar a esa tarea. El PSOE cuenta aún con más credibilidad que cualquier otro partido. Y aunque está prácticamente demostrado que la virtud no se hereda porque es una conquista individual, también es verdad que en cuanto a moralidad política su historia es incomparable. Si la democracia es el ideal moral de la política, el socialismo democrático es una apuesta constante por ese ideal. Eso no lo deberían olvidar los demás integrantes de la izquierda que se amparan en limitadas, aunque reales, infidelidades del socialismo democrático para ocultar su propia historia, una historia en la que la negación del ideal virtuoso de la política (la democracia) es algo más que un episodio. Si hoy por hoy no hay izquierda posible sin la presencia del socialismo democrático, el PSOE está a tiempo de recuperar su papel, previo pago de la renovación generacional. Hacen bien los dirigentes socialistas en decir que los problemas no se resuelven con enfrentamientos entre familias. Los problemas, en efecto, afectan a todas las familias; por eso se necesita la conjunción de esfuerzos, ya que el mal de fondo es una especie de acedía que, según Flaubert, es el dégoút de choses spirituelles, esto es, la desgana o hastío a la hora de emprender un segundo vuelo.
es director delegado del Instituto de Filosofía del CSIC.
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