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Por qué soy católico

Ya sé que hay muchos catolicismos. No hay más que echar una ojeada a esos grandes personajes que, antes por el pueblo y ahora por la Iglesia oficial, fueron elevados a los altares. Pero hay quienes olvidan esto, que es tan importante para valorar nuestra religión.San Pedro Damiano era distinto de san Francisco de Sales. Aquél levantaba la voz contra los eclesiásticos y teólogos especulativos de su tiempo con más dureza que el propio Lutero usó después. Y el santo de Annecy defendía con paños calientes hasta a la alta burguesía de su diócesis. Lo mismo ocurría con el suave y obediente Francisco de Asís, que, sin embargo, en su primera regla pide que todo fraile se cuide muy bien de no obedecer si le mandan algo que considera malo, y debe, además, corregir al superior que no hace lo que debe. Tomás Moro, el canciller de Inglaterra, por seguir su conciencia, se opuso a los obispos ingleses y al mismo rey, hasta que le cortaron la cabeza mientras le decía una humorada al verdugo, que temblaba. Y este poderoso primer ministro escribió una Utopía socialista y religiosamente liberal, en un país donde el rey mandaba sobre bienes y conciencias. Es Moro amigo también del suspecto crítico de Roma, Erasmo, que en nuestro país es seguido hasta por el inquisidor general Alonso Manrique y el arzobispo de Toledo Alonso de Fonseca. Hacen santo los cardenales a su mayor crítico, san Felipe Neri, el humorista con sotana, como le llamaba Goethe. Y elevan a los altares a pares de santos contradictorios: a la sumisa Gema Galgani y al inconformista san Germán de París, que no quiere seguir a su nuevo abad porque ha intervenido la autoridad del rey en su nombramiento, que todos han acatado; al elegante Francisco de Sales o al remilgado Agustín, que no quería comer si no era con cubiertos de plata, y al piojoso Benito Labre, que vivía debajo de una escalera; al alegre dom Bosco y al ceñudo y antipático Grignon de Monfort; al inteligente Tomás de Aquino y a la casi analfabeta Bernardeta, que no pudo aprender jamás el catecismo.

No es por eso extraño que a mí me gusten unos católicos sí y otros no, porque la Iglesia no me obliga a elegir a uno de ellos y no al otro. La Iglesia es el cuerpo ampliado de Jesús, figura que concentra en él todo el cristianismo. No es la jerarquía, que no existía en tiempos de san Pablo, como ha demostrado el padre McKenzie, sino que es algo humano, creada después para servir a este cuerpo y no dominarlo con castigos y anatemas. Nuestra cabeza religiosa no es el Papa, sino Cristo. El Papa es el que tiene como responsabilidad "la primacía en el amor" (san Ignacio de Antioquía), pero no puede ser un autócrata, ya que toda la Edad Media enseñaba que el Papa deja de serlo -como recordaba el jesuita Francisco Suárez- cuando enseña una herejía contraria al evangelio; o es cismático rompiendo la comunión con el pueblo; o se trastorna, como frecuentemente hemos visto que ha ocurrido, llevando por extraños vericuetos de falta de libertad a los fieles; o pretende demoler -según decía el cardenal Belarmino- material o moralmente a esta comunidad de creyentes que componemos la Iglesia. La Iglesia es sólo ese Jesús ampliado: el Cristo evolucionador y universal que postuló Teilhard de Chardin, y "no se construye con muros y paredes, sino que es la comunidad de los universales", según decía el franciscano Álvaro Pelayo en el siglo XIII.

A mí me encanta que santo Tomás, cuya Swna teológica estaba a la par con la Biblia en el altar de san Pedro. durante el Concilio de Trento, sostuviera que si uno confiesa la fe en Cristo y no está convencido de ella, peca (Suma teológica, I-II, q. 19, a. 5). Y el santo papa Pío V criticaba ya hace cuatro siglos lo que hoy pasa, que "muchos teólogos y canonistas son aduladores de los papas".

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La razón guió a los antiguos pensadores de la Iglesia, como vemos por las acaloradas disputas medievales que terminaban -como recuerda Newman- no en callar las bocas, sino en establecer una cátedra en las universidades de la Iglesia, no para combatir a ese teólogo novedoso, sino para conocerlo mejor. Eso le pasó durante tiempo al inspirador de Lutero, al fraile franciscano Occam. O a santo Tomás, que no se arredró nunca al exponer sus ideas, aunque le condenaran por materialista.

Pero seguir la razón no es exigir una filosofía determinada para ser cristiano, como aclaró el más ferviente católico seguidor del santo de Aquino, Jacques Maritain.

Y esto implica defender todo lo que la razón pide: una moral natural y un derecho de gentes para todos los países en los que hayan de ser defendidos estos derechos humanos, que derivan del respeto a todo hombre o mujer por el hecho de serlo y de la solidaridad que entre todos ha de haber, séase pagano o cristiano, porque todos somos iguales. Eso es lo que defendieron en el siglo XVI los dominicos Vitoria y Soto, así como los jesuitas Molina y Suárez. Lo natural era para ellos el soporte de lo sobrenatural, pero no al revés. Por eso había que respetar a unos padres paganos que no querían bautizar a su hijo, y dejarles en libertad para gobernarse a su modo y poseer propiedades, con el mismo derecho que un cristiano que, si era súbdito, tenía que obedecer al gobernante pagano.

Además, si no querían oír nuestras prédicas religiosas, decían los dos frailes de las órdenes enfrentadas por motivos doctrinales, el dominico Soto y el jesuita Pedro de Valencia, que no se les podía obligar a ello.

La libertad tiene más poder que la gracia, que viene del cielo; es ésta una enseñanza de Laynez, que la defendió a capa y espada hasta que convenció al Concilio de Trento. El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina, es la versión teatral de esta enseñanza, que al pueblo español de entonces le apasionaba. Y la gracia celestial no es una cosa que está en las nubes, sino que es el amor de unos a otros; idea del beato Scoto que se respetó en Trento, pues la mayoría allí se inclinaba por ella. Amor que no distingue entre Dios y prójimo, como recordó san Agustín: "¿Acaso se puede amar al hermano y no amar el amor? Y ¿si ama al amor, ama a Dios?, ¿es que has olvidado que antes dijiste que Dios es el amor?; si ama al amor, ama a Dios: ama así al prójimo y estarás seguro".

La Biblia es muy importante, pero no es un libro tabú. Pío XII recordó la libertad de investigación del católico al decir que en toda ella -entre los miles de versículos de que consta- sólo había 10 frases interpretadas obligatoriamente por ella (según Verhelst y la encíclica Divino afflante). Es más, "el evangelio escrito, no propiamente, sino secundariamente, se llama evangelio; ley evangélica y santa se dice la que se escribió en los corazones que, aunque no hubiera letras ni escritura, se puede bien entender y se puede cumplir" ' como enseñaba san Juan de Ávila. Y las revelaciones privadas, que tanto atraen, no merecen ninguna fe sobrenatural, sino sólo son creíbles con fe puramente humana, si es que convencen, según enseñó el severo san Pío X (Pascendi).

A mí me gusta y convence este catolicismo, y no el de otros, y me siento a gusto con quienes lo sostuvieron a pesar de persecuciones e incomprensiones, hasta que se reconoció su derecho a pensar así, generalmente cuando ya hacía siglos que habían muerto y no podían ser molestos.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

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