Desfile
Lo más moderno que he visto en Nueva York ha sido una manifestación de vagabundos, hombres-ratas de Ojos blancos por una calle del East Soho. Eran varios centenares e iban en formación de ocho en fondo por el asfalto que el sol terrible había escalfado, protestando contra el cierre del parque Tonkins, donde dormían. Caminaban a grandes zancadas y algunos se parecían a Lincoln, otros a Satán, algunos a san Francisco de Asís, y entre ellos no había ningún negro ni hispano. Todos eran de coloreeniza, de tipo polaco o irlandés. No llevaban pancartas, sino una expresión sideral en el rostro, y atrás iban dejando un hedor a choto, que en el aire espeso se confundía con la dulzura podrida del ice-cream y con los rebufos de soja que expulsaban los restaurantes chinos. Una larga dotación de guardias flanqueaba el viaje de los vagabundos con plateadas Harley Davidson, y con otros caballos de sangre, cuyos relinchos eran parejos a los rugidos de los tubos de escape. Aparte del olor a cabrillo, con los mendigos también avanzaba un halo de alcohol, que a muchos les confería un talante intelectual, y desde la acera, sin desdén, contemplaba la marcha un público compuesto por morenos de rapadas cabezas, sólo adornadas con inscripciones de pelo en forma de oraciones o blasfemias. Un fraile franciscano, a todas luces hermafrodita, repartía entre los vagabundos raciones de algún licor matarratas como medida de caridad, pero lo más espectacular era el silencio espiritual de estos extraterrestres unido al estruendo de las sirenas que los envolvía. Nueva York es la única ciudad en el mundo que no imita a nadie, y por otra parte nada es más elegante en este mundo que un vagabundo neoyorquino. Muchos de aquellos seres de ojos blancos llevaban libros bajo el brazo. Unos marchaban cubiertos de harapos leyendo el Ulises, de Joyce, y otros, desnudos, se bubrían sólo con la barba los genitales apagados, aunque algunos lo hacían con el periódico del día. No se dirigían a ninguna parte.
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