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Por una convivencia española

Cuado Azaña dijo en las Cortes Constituyentes de 1931: "España ha dejado de ser católica", era aquélla una verdad sociológica innegable. Porque, como él mismo aclaró: "Cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza... ; pero ahora la situación es exactamente la inversa". ¿Por qué?, porque ya no se recuerda aquel pensamiento enraizado en la tierra y en la libertad y solidaridad de todos los hombres, al que dos grandes intelectuales socialistas, Fernando de los Ríos y Luis Araquistáin, hicieron justicia.Después de nuestras elecciones se requiere una reflexión española, como la de aquellos Vitoria, Soto, Molina y Suárez de nuestro siglo de Oro, que pensaron en una sociedad natural y no teocrática, contraria a la que ahora parece que añora Juan Pablo II; porque enseñaron que debía de estar construida de tejas abajo, por la libre decisión de todos los ciudadanos, sin discriminación ideológica alguna, porque todos tenemos lo mismo: una razón que pretende gobernarse por sí misma, en convivencia de unos y otros, y no por ninguna norma que se imponga desde arriba sin nuestra participación.

Para ellos, el fin de la sociedad era la paz, la convivencia, la tranquilidad, según Domingo de Soto; la suficiencia de medios humanos para alcanzarla, como era pedida por Manuel de Palacios. En una palabra, la felicidad natural, por todos conseguida mediante el pacto social, que veían en su raíz lo mismo el padre Mariana que Bartolomé Salón, porque Ia libertad y el consentimiento constituyen el fundamento y la raíz de la justicia de un régimen" (Roa Dávila).

Hablan ellos de derecho de gentes más que de derecho natural estricto -decidido exclusivamente, como quiere la Roma actual, por la cúspide católica-; porque ellos pensaron que lo básico es aquello en que la mayoría de los pueblos está de acuerdo. Por ello, el padre Molina decía que las leyes no pueden prohibir todo lo que prohibe la ley natural, ya que su misión -como hoy piensa Radbruch- es la Justicia, la paz y la seguridad social. Y no debe castigar Ios crímenes según la gravedad que hay ante Dios, sino en el grado que se oponen a la paz" (Soto).

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Ya no pensaríamos en un derecho natural interpretado unilateralmente por la jerarquía eclesiástica, a propósito del divorcio, la fecundación in vitro o el aborto, sino en ese consentimiento popular y en esa convivencia a conseguir.

Hay que confiar más en el hombre, porque en general, y salvo excepciones, "no es el hombre lobo para el hombre, sino hombre", observa con optimismo razonable el padre Vitoria. Porque ni siquiera el pecado original ha maleado la naturaleza del hombre, ni sus facultades, según Suárez, y así "hay que dejar que los hombres ordinarios y corrientes desempeñen por sí mismos las funciones de mayor trancendencia: la unión de los sexos, la educación y las leyes del Estado" (Chesterton), como pide nuestra Constitución al exigir la implantación del jurado popular en los juicios.

La razón es muy sencilla: no hay mejor régimen, ni más humano, que la democracia, a pesar de sus fallos; fallos que debemos superar acudiendo al contacto real con el pueblo y sus decisiones, ya que debemos seguir "el instinto político de ese hombre corriente que es lo que pertenece al patrimonio común`. El hombre corriente y las cosas comunes a todos es lo más importante.

Las tres guías del hombre son: la ley justa, la ética cívica y la norma moral personal.

Las leyes son justas, pensaban aquellos líderes humanistas del siglo XVI, si miran al interés general, fomentándolo razonablemente con igualdad de oportunidades para todos y con las cargas proporcionales a las fuerzas de cada uno, sin exceder de la autoridad que el pueblo le ha concedido al que gobierna.

La ética cívica -la que más nos falta a los españoles, por la mala educación social recibida- tiene que ser ética de la racionalidad práctica, de unos mínimos ideales compartidos, y no erigir, como un dios, al oportunismo, que hoy parece que tiene la última palabra en todo.

Y, por último, la ética personal, tan maltrecha hoy, después de la mezcla híbrida de educación religiosa y moral sobrenatural recibidas ayer. Al acceder a una sociedad secularizada, la una ha arrastrado a la otra, perdiendo aquello común a todo hombre y toda mujer que deber ser fundamento de toda persona, creyente o no. Ésa es la moral natural que enseñaron los griegos y romanos; la que defendió para la enseñanza de los católicos el obispo de Braga en el siglo VI español; la que está en la educación de nuestros clásicos, como Rivadeneira o el italiano san Carlos Borroneo; la que dieron los jesuitas antiguos movidos por Ponsevino.

Sin unos ideales máximos personales -que componen nuestra ética individual- no podremos seleccionar la ética cívica común a todos, que es una ética cívica de mínimos y consenso. Y sin una legislación de prioridades humanas, poniendo por delante lo social sobre lo individual -como quería nuestro gran político católico Giménez Fernández-, no conseguiremos el clima necesario para esa moral que tanto necesitamos fomentar en España.

Y para ello se necesita una educación común, que olvide las discusiones religiosas, y adaptarnos a una sociedad pluralista, democrática y secularizada. En la enseñanza tendríamos que conseguir la carta moral de la nación -que podría estar basada en nuestra consensuada Constitución de 1978-, y que pedía el filósofo católico Maritain hace años para su laico país: la que existe en la conciencia de los españoles, si bien se mira. El lenguaje común de la conducta, aceptable a todas las filosofías de los españoles, y que el profesor -creyente o no- la expusiera poniendo en ella la fuerza de sus convicciones interiores, sin imponer su credo.

¿No deberíamos recordar el ejemplo de nuestros reyes medievales, en aquella sociedad pluralista, que tenían a gala llamarse "reyes de las tres religiones", como nuestro Fernando el Santo? Y, ahora, dar el paso que nos corresponde hacía esa ética cívica de todos y para todos, en la que deben convivir moralmente creyentes y no creyentes.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

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