Felisa
Érase una vez una señora de la Iimpieza tan discreta, puntual y eficaz que acabó prestando sus servicios en despachos de políticos influyentes, salas de consejo y lugares de reuniones gubernamentales. Se acostumbró a vivir, pues, entre muebles oscuros, escribanías de piel, estilográficas de oro y retratos, del Rey en las paredes. Jamás tuvo la tentación de hurtar ningún objeto ni de leer un papel o recostarse en un sofá.Pero en aquellos lugares, además de limpiar el polvo, pulir los ceniceros y vaciar las papeleras, había que recoger multitud de palabras que después de ser pronunciadas por los padres de la patria, y por alguna extraña razón, no se habían diluido en el aire como es habitual. Siempre había palabras encima de la mesa, detrás de las cortinas, sobre la alfombra e incluso en el servicio, donde los hombres de corbata de seda, tras firmar alguna cosa, se lavaban las manos por si acaso mientras escupían palabras que de lo sucias que estaban obstruían con alguna frecuencia el sumidero,Como creía que con eso no hacía daño a nadie, empezó a llevarse algunas palabras a su casa para que sus hijos jugaran con ellas y se familiarizaran así con el lenguaje de las personas de categoría. Además, como su marido era muy mañoso y tenía muchas herramientas, cogía algunas palabras y las convertía en otras. Por ejemplo, un día que se llevó a casa Filesa, su marido, con un destornillador, la convirtió en Felisa, que era el nombre de ella.
Pasado el tiempo, la casa empezó a oler muy mal y los vecinos pusieron una denuncia. Cuando llegó la policía y vio que aquellas palabras malolientes no podían pertenecer a gente tan modesta, requisé el material y detuvo a Felisa, que fue juzgada y condenada a limpiar wáteres. Toda la familia fue sometida a un programa de analfabetización.
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