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Tribuna
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El león

Viejo y sin dientes, el león de Judá, que fuera encarnación viviente del imperio etíope, vio de nuevo cómo la historia pasaba al otro lado de su jaula, en los jardines del palacio presidencial de Addis Abeba, en el que durante años sufrió dorado encierro. Hay que suponer que Toto se sentía cansado. Y que se había vuelto definitivamente escéptico. Varado en la residencia del poder, muertos sus dos compañeros de cautiverio, superviviente de los reinos sangrientos de Haile. Selasie y de Mengistu, Toto, que había nacido para señor de la sabana, fue reducido a una dudosa grandeza doméstica por caballeros impregnados de delirios que tal vez gustaban de compararse con él. Fieras nobles como ésta, o las mismas águilas, participan con frecuencia de la iconografía de los déspotas: nuevo motivo de reflexión para ecologistas. Además, tener leones era, para los dictadores de Etiopía, lo que los bonsais para los dinámicos demócratas modernos: una posesión que da fuste y esplendor. Al menos, los árboles enanos no padecen, y puede que así acabemos todos: con un cerezo de bolsillo en el salón para enseñarlo a nuestros nietos, junto con el retrato de un delfín y un frasquito de arena de playa libre de contaminación.Seguramente Haile Selasie presumía de sus leones cuando visitaba a sus colegas de otros reinos; Mengistu no, porque apenas viajaba, aunque puede que, en sueños, hablara de Toto con el fantasma de Stalin. En cualquier caso, los amos se, han marchado y han dejado a esta última y casi ultimada fiera reducida a la condición de testigo. La historia, menuda estafa. El tipo bajito y coronado engañó al pobre león prometiéndole una larga vida con dieta de filetes de primera y menudillos selectos.

Ahora, Toto despierta. Símbolo al fin de la Etiopía real. Expoliada, exhausta, abandonada y famélica.

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