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Resentidos y desengañados

Mis puertas de entrada en la literatura española, en plena adolescencia, fueron Unamuno y Azorín. Uno de mis primeros textos literarios fue una viñeta azoriniana sobre el propio Azorín, publicada a mis 14 o 15 años de edad en la revista del colegio de San Ignacio. Azorín representaba para mí el goce del lenguaje, la visión estética, el comentario de los escritores del pasado, la pulsación rítmica de un tiempo casi detenido, que me parecía, desde la distancia de Chile, en esos primeros años de la posguerra española, el tiempo castellano por excelencia.Unamuno, en cambio, era movimiento, contradicción, compromiso. Un día levanté la mano en la clase de apologética, que dictaba el padre Alberto Hurtado, y le pregunté qué opinaba de Unamuno. El padre Hurtado me había prestado obras de Charles Péguy, de Paul Claudel, de Léon Bloy, de Jacques Maritain. Estaba en vías de convertirme, como señalaba con ironía Roberto Torretti, que por su parte se convirtió con el correr de los años en filósofo de la geometría, en "intelectual católico". Pues bien, la respuesta del padre Hurtado fue tajante: "Unamuno", dijo, "es un enemigo de la Iglesia". No sólo fue tajante, sino que produjo el efecto inverso del que se esperaba. En vez de alejarme de Unamuno, me alejó de la Iglesia. Efecto probablemente previsible, pero que el padre Hurtado, hombre apasionado y de ideas más bien simples, no había previsto.

Unamuno me remitió a Cervantes, a Gracián, a Calderón, aparte de Rousseau y de Federico Nietzsche. Después, gracias a otra intromisión del sibilino y siempre informado Torretti, descubrí a un escritor irlandés que también había sido alumno de los jesuitas, James Joyce, y me alejé durante largos años de las lecturas españolas. Joyce, en lugar de Azorín, pasó a representar la exploración verbal, el reino de la escritura, y el espacio del compromiso, de la reflexión moral, en el sentido unamuniano del término, fue ocupado muy pronto por la obra de Jean-Paul Sartre. Si alguien me hubiera dicho entonces que las cosas no eran tan simples, que Azorín y Unamuno tenían la posibilidad de volver a interesarme a la vuelta de los años, me habría parecido un disparate completo. Ahora, con la perspectiva del tiempo, ¡casi medio siglo!, me acuerdo de una frase de Teófilo Cid, surrealista mapochino, en su crítica de un joven poeta: "Es un escritor de talento, pero sólo tiene 20 años. ¡Cuántos años de tontería le quedarán por delante!". No pretendo, desde luego, que leer a Joype y a Sartre haya sido una tontería. La tontería era nuestra presunción, nuestro dogmatismo, nuestro exclusivismo ¡Inevitable tontería!

No sé si algún día podré tomar una vacación larga y recuperar mi adolescencia a través de la lectura de Azorín y de Miguel de Unamuno. Mal no estaría, sin duda. Pero me he encontrado ahora, a boca de jarro (expresión que procuro defender de los correctores peninsulares de estilo), con el inédito unamuniano escrito a comienzos de la guerra "incivil", El resentimiento trágico de la vida. Me he encontrado, y he reconocido de inmediato el tono inconfundible: la irritación, la pasión, el ritmo de una respiración larga y a la vez entrecortada, espasmódicá, digresiva. El texto tiene el carácter sintético, críptico, enigmático, de muchos textos del final de un escritor, que se escriben cuando ya no hay tiempo para ocuparse del problerna académico, en definitiva secundario, de la redacción. Los últimos versos del Fausto de Goethe revelan una urgencia, una libertad, una indiferencia parecidas. Indiferencia frente a la forma terminada, redondeada, y sensibilidad de desollado vivo frente al entorno. El espíritu de síntesis, la invención verbal, alcanzan a menudo al humor negro, pero no el de los surrealistas franceses: un humor a la vez negro y áspero. "Entre los hunos y los hotros están descuartizando a España". Son verdaderos artefactos, en el sentido que Nicanor Parra, el poeta chileno, le ha dado a este género, y se demuestra, de paso, que el artefacto parriano y ahora unamumano es una forma muy adecuada para un momento de crisis política. En cierto modo, los artefactos de Parra, más juguetones, más livianos, reflejaban una, angustia similar frente a la polarización, al odio, a una guerra civil o incivil que parecía inevitable. Frente al eslogan de los años sesenta, que resultó tan falso ("La izquierda unida jamás será vencida"), el artefacto: "La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas".

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Unamuno escribía en medio de una guerra ya declarada y desde una posición claramente marginal y ajena. De eso, después de leer estas páginas, ya no puede caber ninguna duda. Es curioso que haya percibido el tema del resentimiento como una de las claves de la situación. Los dos países resentidos de Europa, según él, eran Rusia y España. Dos notas muy breves indican que la enfermedad, en el pensamiento de Unamuno, también aquejaba a Hispanoamérica. "Insultar al enemigo", anota, "Chile, Perú", y lo anota, me imagino, a propósito de la guerra de 1879, la guerra más inútilmente recordada, más engendradora de resentimientos, de toda la historia moderna. Más adelante define a Bolívar, otro personaje de un final hispánico y amargo, como "el desengañado resentido".

Si no hubiéramos cambiado a Unamuno por Jean-Paul Sartre, habríamos visto las cosas y actuado de otro modo. Habríamos perdido, quizás, menos tiempo. Pero nos quedaban muchos años de tontería, y no exactamente por culpa de Sartre, sino de nosotros mismos. "Vencer no es convencer", repetía Unamuno, y agregaba: "Conquistar no es convertir". En otra parte: "Bolchevismo y fascismo son las dos formas -cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental colectiva". ¡Cuánto le ha costado a mi generación curarse de esas formas de una misma enfermedad! Han sido muchos años perdidos, y es hasta hoy una convalecencia lenta, accidentada, que nos deja llenos de cicatrices.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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