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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mal menor

EL TRATADO de "fraternidad, cooperación y coordinación" suscrito la semana pasada en Damasco por los presidentes de Siria y Líbano convierte en la práctica a este último país en un protectorado de su poderoso vecino. Pero lo peculiar de la situación en la zona hace que si bien el tratado refleja las ambiciones expansionistas y hegemónicas de Siria, largamente alimentadas por su líder, Hafez el Asad, también sirve a los deseos de paz del primer mandatario libanés, Elías Haraui.En octubre de 1989, los parlamentarios libaneses habían firmado en Taif (Arabia Saudí) un acuerdo que permitía establecer en Beirut una nueva distribución confesional de los cargos. Ni siquiera ese ataque de realismo político fue capaz de acabar con la guerra civil que llevaba 15 años destruyendo Líbano. Así se hizo evidente que el árbitro inevitable de la situación era Siria. Y en efecto, en otoño pasado, el final de la disidencia y de lucha se produjo con la violenta liquidación por el ejército de ocupación sirio de la disensión maronita del general Aún y de otras milicias cristianas. El acuerdo de Taif preveía que, normalizada la situación, las tropas sirias se retiraran, primero, al este de Beirut, y a los dos años, a territorio sirio. El nuevo tratado sirio-libanés anula de hecho estos compromisos.

Hoy, este acuerdo, que, sin excesivas protestas de Estados Unidos o de los países árabes, ha puesto a Líbano en manos de Siria, le ha sido posible a El Asad gracias a la nueva respetabilidad internacional conferida por su alineamiento antiiraquí en la guerra del Golfo. Las únicas voces en contra han provenido del patriarca maronita de Beirut, en el interior, y de Israel, desde el exterior.

Para el Gobierno de Shamir, la presencia de Siria en Líbano supone una amenaza directa en su frontera del norte, lo que los judíos llaman "zona de seguridad" (un colchón remanente dejado tras la retirada del Ejército israelí de Líbano en 1985). El ministro de Defensa, Moshe Arens, se apresuró a denunciar la "anexión", que permite a Damasco mandar tropas a la misma frontera, lo que sin duda contribuirá poco a la tranquilidad de la zona. Para el Gobierno sirio, el acuerdo con los libaneses, al eliminar un gran foco de tensión en la zona, permitirá incrementar la presión sobre Israel para que acepte una solución al problema palestino (y, de paso, al de los altos del Golán, que El Asad perdió a manos de los israelíes) arbitrada por la ONU. Es decir, mediante el cumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad.

Por extraño que suene, tanto Tel Aviv como Damasco habrán encontrado el equilibrio: ambos podrán ampararse a partir de ahora en las culpas del otro para negarse a salir de las porciones de territorio libanés que ocupan por intereses descaradamente estratégicos. Nada de ello es muy placentero; la única ventaja es que, por primera vez en tres lustros, los libaneses pueden tomar el sol en la playa sin que nadie dispare contra ellos.

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