Vida de los artistas
Hay cuestiones que nos llenan de estupor. No me refiero a aquellas que agotan su capital de asombro con un sobresalto fisico tan inmediato como un par de bofetadas, sino a las más sutiles, desconcertantes y superfluas que, pasado el primer instante de pasmo o de extrañeza, descubren un filón. Al primer género pertenecen las rígidas cuestiones de un interrogatorio. Al segundo, las leves, y sosegadas especulaciones de un espíritu en paz. Se preguntaba Gesualdo Bufalino, el tardío escritor siciliano, si el color de los Ojos de un pintor influye de algún modo en su pintura, es decir, si el iris de un pintor, por ser azul celeste, gris o pardo, determina el abanico de colores que compone su paleta. Hay que admitir que la pregunta no es inútil. A lo más, adolece de la misma intranscendencia que una tarde de verano, y se acerca a las disputas sobre la predestinación. Gesualdo Bufalino es un autor de cuestiones veraniegas, lo cual no es, en mí pluma, un adjetivo desdeñoso. Lo utilizo únicamente en su aspecto evocador. Veraniegas son las chuletas a la parrilla y los bocartes en las playas del norte, y son cosas que no tienen nada de deleznable. Las preguntas de Bufalino me seducen por imprevistas y levitantes. Quiero decir que son cuestiones abiertas a las lucubraciones, que se acompañan bien con vino blanco y no entorpecen la digestión. ¿De qué color eran los ojos de Tiziano? Pardos, como el fondo de gamuza pálida de sus más brillantes colores. Dicen que Renoir llevaba el color negro en su nombre, no en su pupila. El príncipe del impresionismo tenía por costumbre mezclar un átomo de negro a sus colores para apoyar y sostener el matiz. ¿De qué color eran los Ojos de Van Gogh? Me da miedo decirlo. Ese hombre vivió atormentado. Esperando la llegada de las vacaciones se nos abren perspectivas insospechadas en la historia de la pintura. Van Gogh tenía los mismos ojos vibrantes que sus cuadros. Me resisto a decir que fueran bermejos. Todo en su persona, su pelo, su barba, remite a ese color.En algún lugar debe dormir la hipótesis según la cual nadie ve lo que no esté previamente grabado en su retina, de forma que las imágenes solamente acuden a reforzar nuestra propia convicción. Sin duda se trata de una opinión poco o nada científica, lo que no impide aprovechar su contenido alegórico. Al menos se comprueba en la tendencia irresistible de un paisaje a convertirse en el paisaje que vimos en un cuadro. Deberíamos celebrar la mirada sin pupila de las estatuas para admitir que no hay un proceso interno que nos empuja a descubrir únicamente aquello que queremos ver. Nuestro tiempo ha bendecido la interdependencia de las formas y ha establecido los contactos que llevan a su simulación. Jünger veía la firma de Alberto Durero (y acaso los pórticos de un templo sintoísta) en las torres vibrantes de energía que soportan las líneas de alta tensión. Cualquiera que sea el cálculo de resistenera de materiales que ha proporcionado su diseño, el resultado son series grandiosas que recorren nuestros campos y manifiestan la estética exigente del voltaje, igual que lo hace, en una pantalla, la epifanía de un electrón.
El título del artículo se lo he tomado a Vasari, pero insisto en citar a Gesualdo Bufalino, se dirá que por ser mi más reciente lectura, y es verdad, pero es el caso que no quiero dejar a mi propio lector con una rnención tan leve de ese autor delicioso. Opinaba Bufali,no que la fotografía era uno de los pecados capitales, concretamente el octavo, y aducía como prueba el reconocido olor a azufre que dejaba tras de sí el disparo del flash. Ello no le ha impedido comentar con talento y fruición los libros de fotografía. Sin duda se ha dejado arras,trar por la voluptuosa fascinación que la imagen ejerce sobre los escritores. Es algo natural. La fotografía no puede dejar de ser un pecado, y uno de los gordos, a juzgar por la facilidad con la que roba el alma de las cosas, cuando a los escritores nos cuesta tantas palabras y tanto esfuerzo abstracto sonsacar la mitad. Girando en torno a la historia del arte de su isla, Bufalino enumera a los pintores del seicento siciliano, émulos de Caravaggio, petits maitres manieristas cargados de esencia local. Descubre para nosotros, lectores no iniciados, a Pletro d'Asaro, alias el Tuerto de Racalmuto, discípulo del Cojo de Ganci, de quien nada más se sabe sobre su verdadera identidad. A ellos se añade la presencia de un Sordo de Sestri, por no hablar del Guerchino, que bizqueaba. Aníbal era tuerto, pero no creo que el cuerpo de generales de la historia alcance a presentar las mismas proporciones de tullidos. Se pregunta Gesualdo Bufalino si acaso se producía una oscura revancha en los talleres de Sicilla. Sería el intento de alcanzar con la pintura alguna sublime perfección. Ello me hace pensar en un maestro brasileño, Francisco Aleijadinho, el escultor leproso, que atando martillo y cincel a sus muñones fue sacando de la piedra las formas del barroco más intenso, la eternidad volcánica más pura, en el mismo momento en que su carne se deshacía en pus. Uno piensa que han debido abundar, en otros tiempos, los artistas desgraciados, y que el concepto honorable, aséptico y profesional de un artista en armonía con su cuerpo ,o con sus negocios es lo suficientemente raro como para que se haga mención en su gloría de esa otra recompensa material. Los casos extremos de la lepra o de la deformidad ilustran lo que digo. Se puede fácilmente imaginar la infinita tensión de esos cuerpos castigados. El mismo sentido cobra la oreja voluntariamente mutilada de Van Gogh.
Así llegamos de nuevo al pintor que más que ningún otro polariza la gloria y la desgracia en nuestro siglo. Todo el mundo sabe, porque la prensa lo ha aireado suficienteniente, que el lienzo rnás caro del mundo es el Retrato del doctor Gachel, y que su afortunado propietario (es casi ocioso decirlo) es un hombre de negocios japonés. Se llama Ryoel Salto y ha cumplido 75 años. Ahora bien, según parece, este hombre tiene la Firme intención de llevarse consigo ese cuadro a la tumba, una decisión que sólo puede ser califlicada de faraónica. Dado que en el país del sol naciente se practica comúnmente la incineración, el Retrato del doctor Gachel corre el riesgo de deshacerse en humo y de mezclar sus cenizas con las del entusiasta japonés. Los directores de museo, los inversores y un ministro de Francia ya se han soliviantado. La pérdida, en términos artísticos y fiscales, sería considerable, pero nada impide que un hombre apasionado pretenda llevarse más allá de su agonía el objeto de su pasión. ¿Y si el lienzo estuviera envenenado? ¿Y si su posesión volviera loco? Desorejado, y de tanto estar muerto ya mudo, Van Gogh sonríe. Ahora nuestras pupilas ven en sus cuadros lo -que antes no podían o no alcanzaban a ver.Manuel de Lope es escritor.
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