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¿Hacia dónde va Oriente Próximo?

Se ha escrito mucho sobre lo sucedido en Oriente Próximo durante la guerra del Golfo y sobre las inmediatas secuelas de la misma. Pero posiblemente no se ha escrito lo suficiente sobre lo que no sucedió. Existen dos fenómenos, anteriores a la guerra, que han provocado gran expectación y preocupación y que son particularmente instructivos:Fenómeno número 1: La confusión panárabe. La mayoría de los comentaristas se mostraron atemorizados, incluso presas del pánico, por el hecho de que el mundo árabe (o alternativamente las masas árabes o la opinión pública árabe) pareció respaldar a Sadam Husein con todo el entusiasmo del mundo. El presidente iraquí quiso expresar su deseo de vengarse de Occidente por todas las humillaciones sufridas por los árabes en el pasado. Sadam se manifestó como la encarnación de la pasada gloria árabe, como una especie de nuevo Saladino; asimismo se le consideró como la personificación de la esperanza de un futuro más próspero. Daba la impresión de que cualquier dirigente que no apoyara a Sadam ponía en peligro su trono, puesto que los árabes, aparentemente, rechazaban cualquier solución al problema kuwaltí que no fuera una solución árabe.

De ese modo se obviaba que en realidad, durante los últimos 30 años, el mundo árabe jamás ha estado tan dividido y fragmentado como a finales de 1990. La expresión más tangible de esta situación quedó reflejada por el hecho de que ocho países árabes eran miembros de la coalición aliada y ninguno de sus gobernantes, ni siquiera el rey Hassan de Marruecos (el que más batallas tiene a sus espaldas), tenía que enfrentarse a un considerable desafío interno. Cinco Estados árabes determinaron respaldar a Sadam, y todos los demás adoptaron posturas intermedias. La división quedó de manifiesto, y de forma muy sonada, en la sesión que, el mes de agosto, la Liga Arabe dedicó a la crisis: puñetazos, gritos, desmayos de algún que otro delegado, portazos, repentinos abandonos de la sala... detalles todos que pronto trascendieron a la prensa árabe.

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El resultado de la solución árabe, por llamarla de algún modo, fue algo así como "un partido de hockey sobre hielo sin árbitro", según palabras de un perspicaz observador árabe. El hecho de que el mundo árabe quedara tan dividido a causa del problema kuwaití no fue en modo alguno casual. Las diferencias entre árabes ricos y Pobres, entre árabes que apoyan o se oponen a los regímenes occidentales, entre aquellos sometidos a las poderosas presiones islámicas y aquellos que no lo están: nunca, desde la escalada de los precios del petróleo, han sido tan marcadas estas diferencias como lo son en la actualidad.

Y lo que es más, con la anexión de Kuwait, Irak rompió dos de las principales reglas del juego que hasta hoy habían prevalecido en las relaciones interárabes: ningún país interviene jamás en los asuntos de un Estado árabe vecino, a no ser que haya sido invitado por una fuerza de la oposición dentro de dicho Estado (como fue el caso de Egipto en Yemen en 1962 o el de Siria en Líbano en 1976); ningún país anula jamás la existencia de otro Estado árabe, aun cuando este último hubiera sido creado artificialmente por las potencias colonialistas (Líbano, Jordania, Kuwait).

Pero ¿a qué se debió tal reacción por parte del pueblo árabe? ¿Y las manifestaciones multitudinarlas y las consignas de apoyo a Sadam?

Tendría que haber quedado claro que en el mundo árabe, incluso en las primeras fases de la crisis, la opinión pública produce muy poca influencia en la política exterior. De hecho, incluso el compromiso del pueblo hacia su ídolo, Sadam, no pareció demasiado profundo. Ciertamente, se trató de un arrebato de sincera simpatía hacia nuestro hombre fuerte (en árabe, quabbaday), que se atrevió a desafiar al hombre fuerte de Occidente. Pero en modo alguno existió esa clase de sentimiento que lleva a acciones de mayor relevancia. No fueron muchos los jóvenes que se inscribieron en las oficinas de reclutamiento de voluntarios abiertas desde San hasta Ammán. Pero incluso los voluntarios no protestaron cuando los regímenes les llevaron a rastras al campo de batalla sin proporcionarles siquiera instrucción básica ni transporte adecuado. También fueron inútiles los intentos por parte de la opinión pública de ejercer presión para llevar a cabo contrasanciones (por ejemplo, la de detener los envíos de gas argelino hacia Francia). El presidente de Argelia insistió en que debía favorecer a su país beneficiándose del aumento de los precios de la energía que siguió a la crisis de agosto. ¿Y qué sucedió con las campañas públicas para recolectar fondos organizadas en Túnez, Marruecos y Jordania? Los resultados fueron miserables.

La lección del fenómeno número 1 -un fenómeno que no sucedió- es obvia: no cabe duda de que existe una auténtica unidad cultural y emocional entre los países de lengua árabe, una unidad que ha cobrado más fuerza en los últimos años debido a los modernos sistemas de comunicación, al desarrollo de un árabe intermedio moderno (por ejemplo, el que se emplea en la prensa), a los flujos de mano de obra desde los Estados pobres hasta los ricos, etcétera, pero el panarabismo está hoy en el punto más bajo que jamás haya estado desde la muerte de Nasser, en 1970. La unión federativa ha dejado de ser el ideal al que aspiraban la mayoría de los árabes. Más bien se habla de cooperación: cultural, económica, profesional y quizá algún día política. No obstante, lo que preocupa a las élites son los intereses de su propio Estado territorial; incluso el pueblo en general está experimentando por primera vez los inmediatos agravios socioeconómicos, dentro del marco del propio Estado territorial.

Pasemos ahora el fenómeno número 2: El peligro islámico. Nuevamente, la mayoría de los comentaristas fueron presas del pánico al referirse al inminente resurgimiento del islamismo (una yihad contra Bush el cruzado, encabezada por SadamSaladino). Una yihad, se temía, creada a base de derrocar a los regímenes más frágiles de los territorios islámicos, desde Bangladesh y Pakistán hasta Jordania y Marruecos. Se decía que los activistas musulmanes se mostraban fuertemente atraídos por las consignas islámicas de Sadam.

Pero ello significaba suponer que los movimientos islámicos eran ingenuos. Y no es así. Pronto adivinaron las oportunistas intenciones de Sadam al abrazar repentinamente la causa islámica. Eran conscientes de la naturaleza evidentemente laica del partido Baaz y recordaban la matanza de los fundamentalistas iraquíes, a manos de Sadam, en el mes de abril de 1980 (precursora de la matanza de marzo de 1990).

Irán no fue el único país que adoptó una actitud ambivalente durante la crisis (condenando tanto la anexión de Kuwait como las fuerzas expedicionarias aliadas). La misma postura fue adoptada por prácticamente la totalidad de los grupos islámicos de la oposición. Sus líderes también se mostraron indecisos en cuanto a unirse al campo iraquí por miedo a perder los generosos subsidios que obtenían de los saudíes si optaban por ponerse a las órdenes de un controvertido musulmán como Sadam.

Cierto es que bajo la presión del pueblo llano, motivado por un surgimiento de solidaridad islámica contra los infieles, los dirigentes islámicos finalmente se pusieron del lado de Irak. Sin embargo, durante la crisis tuvieron cuidado a la hora de canalizar sus actividades de un modo que beneficiara a sus intereses inmediatos, dentro del marco de sus respectivos Estados: desafiando al régimen militar (en Pakistán, Bangladesh), reactivando el Frente Islámico (FIS), que había ido perdiendo protagonismo tras haber ganado las elecciones municipales en 1989 (en Argelia), aprovechándose de las dificultades económicas resultantes de la crisis de Kuwait con el fin de obtener una mayor influencia en el diseño de la política educativa (en Jordania).

Ningún movimiento islamista intentó desafiar abiertamente al régimen durante la crisis del Golfo. Y no fue por cobardía, sino que se debió a la intolerante evaluación de los límites de su propia fuerza, la determinación y la elasticidad de los poderes fácticos, así como por el carácter no tan agudo de la crisis socioeconómica de la que extraen su fuerza popular.

La solidaridad con Sadam contra el Occidente cristiano ni siquiera motivó a los extremistas, emocionalmente motivados, hacia una efectiva acción terrorista. El cada vez más eficiente aparato represivo del Estado cortó de raíz cualquier acción que se intentara llevar a cabo (en Egipto y Túnez) por el sistema de arrestos preventivos.

Nuevamente se trató de otra prueba de tornasol para Oriente Próximo, como tal. La solidaridad musulmana con Irak fue sincera, pero no efectiva. No fue efectiva porque los movimientos proislámicos entienden que últimamente su influencia ha ido decayendo debido a su clima interno, a la deslustrada imagen de Irán y a la represión combinada con la cooptación ejercida por los dirigentes. Comprendieron que éste no era el momento; tampoco la guerra de Sadam era la ocasión para desafiar a los poderes fácticos.

En realidad, estos regímenes y el marco de Estado territorial que promueven son los que resultaron favorecidos a raíz de la crisis del Golfo.

es profesor de Historia Hebraica en la Universidad de Jerusalén. Traducción: Carmen Viamonte.

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