Lo que cuenta es el final
Muchos creyeron en 1974, tras las elecciones que llevaron a Valéry Giscard d'Estaing a la presidencia de Francia, que François Mitterrand pasaría a la historia como un perdedor perpetuo, abandonado por la fortuna a unos escasos millares de votos del triunfo. Tenía 57 años, llevaba casi 30 metido en política, había sido ministro 11 veces con la IV República y se había instalado como cabeza visible de la izquierda y de la oposición a los Gobiernos derechizados de la V República fundada por De Gaulle. Pocos creían que pudiera alcanzar algún día la presidencia. Dentro de su partido crecía el número de quienes buscaban un recambio más joven, más moderno. "Adular a la juventud es un rito o una facilidad que no me conviene", contestaba Mitterrand. Y añadía: "No se sabe lo que vale un hombre hasta el final".Cuando venció en 1981, ahora hace una década, suscitó todo tipo de ilusiones entre quienes creían en la posibilidad de hacer compatibles una sociedad socialista y la democracia occidental. Levantó también todo tipo de suspicacias con la entrada de ministros comunistas en su primer Gobierno, la nacionalización de las principales empresas francesas y una política de expansión económica a través de aumentos salariales que estimulaban el consumo. Ilusos y suspicaces temían que el experimento terminara como el rosario de la aurora, temor que expresaban a la perfección los sondeos de opinión a los que tan aficionados son los franceses: Mitterrand alcanzaba el mayor grado de impopularidad registrada jamás por parte de un presidente.
Pero lo que vale es el final. Mitterrand es también el presidente que ha obtenido el mayor grado de popularidad de la historia francesa desde que hay sondeos de opinión después de rectificar el rumbo económico y de gobernar en régimen de cohabitación con la derecha. Si su primer mandato pudo parecer un paréntesis extraño en la historia de la Francia conservadora, la segunda elección, en 1988, alumbró un Mitterrand renovado, instalado en la duración histórica, convertido en árbitro, moderador y venerable padre de la nación.
En este segundo mandato, sin embargo, este asiduo paseante del filo de la navaja se enfrenta a un paisaje repleto de nuevos peligros que hacen temer por su propia integridad. Ante todo, aunque goza de buena salud, por el riesgo de la edad: al terminar su segundo y último septenio, en 1994, tendrá 78 años. En segundo lugar, por el aire contaminado de la vida política francesa, en el que flotan miasmas irrespirables, incluso dentro del socialismo, dividido por las peleas entre jefes y clanes y manchado por las sospechas y acusaciones de corrupción. Además, antes de que concluya el segundo mandato, puede enfrentar la eventualidad de una segunda cohabitación con un Gobierno de derechas, en las legislativas previstas para 1993, o antes si se hiciera necesaria la disolución de la Asamblea Nacional.
La difícil circunstancia de verse obligado a soportar otra vez las incompatibilidades ideológicas, cuando no las humillaciones de un Gobierno de signo contrario, aunque entraña indudables dificultades que pueden acrecentar la edad presidencial y la división socialista, no constituye la amenaza mayor para los últimos años de Mitterrand. A fin de cuentas, si hay alguien con experiencia y dotes de piloto consumado para circular por las curvas heladas de la pequeña política francesa, ése es Mitterrand. En cambio, lo que sitúa en precario su huella histórica es el nuevo marco de relaciones internacionales y equilibrios estratégicos surgido de la desaparición de los regímenes comunistas y de la guerra con Irak.
Los dos elementos que constituyen la clave de la bóveda de esta especie de monarquía electiva y democrática que es la V República son la política exterior y la defensa estratégica de Francia, áreas consideradas como dominio reservado del primer magistrado de Francia. Su fundador, Charles de Gaulle, quiso garantizar con la personalización presidencial la máxima eficacia e independencia en su presencia exterior. Así es que el presidente es quien tiene la llave de la bomba nuclear francesa -la única bomba europea que no necesita del permiso norteamericano a través del mando conjunto de la Alianza Atlántica-, y ello le da inmediatamente una relevancia y un papel en las relaciones con sus aliados que no tiene ningún otro jefe de Gobierno y que le sitúa en el mismo plano teórico que al presidente norteamericano.
Pero la realidad,es que el desarme en Europa, consecuente con la desaparición de las dictaduras comunistas, ha dejado inservible el meollo de la fuerza nuclear francesa, formada por los silos nucleares estratégicos, y obliga a redefinir el papel del arma nuclear y su incardinación en la defensa europea y occidental. Aunque Francia no ha cambiado su status en el seno de la Alianza Atlántica, que es de independencia respecto al mando militar, la guerra del Golfo se ha encargado de quebrar la teoría de la defensa francesa, pues tropas que enarbolaban la bandera tricolor han actuado bajo mando norteamericano por primera vez desde los lejanos tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Desbordado por la perestroika y por la vertiginosa unidad alemana, bloqueado por nuevas dificultades en su vocación de liderar la unidad de Europa, avasallado por los norteamericanos en una guerra del Golfo que no pudo convertir en paz europea y marginado en el proceso de paz en Oriente Próximo, todos los papeles se hallan cambiados para este viejo zorro de la política que ha fraguado sus hábitos y su pensamiento sobre el mapamundi trazado en Yalta. La experiencia dice que nadie como él saca fuerzas de flaqueza, triunfa cuando fracasa y acierta cuando cambia.
Muchos socialistas creyeron en 1981 que se hallaban ante un Salvador Allende europeo. No supieron ver que este hombre, que se inspira constantemente en el pasado para elegir sus gestos más simbólicos, es un imaginador del futuro, un improvisador, un avezado especialista en virajes y quiebros difíciles, una especie de novelista con gran sentido del suspense, del misterío y del enigma que escribe y a la vez protagoniza una aventura política, situada ya entre las más complejas y completas del siglo XX. En ella, su figura severa y afilada acompaña a la izquierda europea en un periplo ideológico que la lleva al acomodo con la realidad y con el mundo.
Pero lo que le queda es quizás la tarea más difícil. Mitterrand parece hallarse siempre en un pie forzado que le obliga a una nueva superación. No ha alcanzado a De Gaulle en la envergadura de su tarea política ni en la profundidad de su huella histórica. Es discutible también que haya alcanzado a Mijaíl Gorbachov, Margaret Thatcher, Helmut Kohl o Ronald Reagan, todos ellos grandes protagonistas de nuestro presente que, desmintiendo el pronóstico de una época sin personalidades, han dado un fulgor inesperado a la política ínternacional y han escrito páginas decisivas de la historia del mundo.
Cuenta, sin embargo, con dos ventajas al menos respecto a sus rivales en el olimpo de la política. Como corresponde al presidente del país más literario y teatral del planeta, es un personaje permanentemente observado desde la mirada creativa, recreado como fantasía e Iluminado por las llamas de la imaginación artística. Su amigo Jean Daniel ha escrito: "François Mitterrand puede extraer su inspiración de Jaur¿s y Barrès cuando piensa, de Lamartine y Léon Ellum cuando habla, de Jules Renard y Montherlant cuando escribe, de Mazarino y de De Gaulle cuando actúa". Fruto de tanta literatura es la leyenda, de su enigma, que actúa con eficacia en las cancillerías y en la política francesa. Y además, con su rostro modelado por el arte -efigie, máscara veneciana. o busto marmóreo de anciano emperador-, sabe que lo que cuenta es el difícil final, el bel morir que pedía el poeta para honrar una vida entera. Muy probablemente, Mitterrand, hombre barroco que convive con la idea de la muerte, sueña en su final y lo imagina, tras vadear los últimos obstáculos de su presidencia, en la escritura de unas nuevas Memorias de ultratumba, en las que, como Chateaubriand, da los retoques últimos a toda su agitada, y apasionante existencia. Sólo falta que los hados le sean favorables. Francia y él mismo lo merecen.
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