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Tribuna
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El espejo de los espías

Fernando Savater

La grabación de un par de conversaciones privadas de Txiki Benegas y su publicación en los medios de comunicación han provocado una cierta marejadilla político-periodística. Hemos tenido indignación, entusiasmo, recochineo, descalificaciones insultantes, denuncia ante el juzgado, etcétera. Reflexión, por el momento, bastante poca. Sin embargo, el caso se presta a darle unas cuantas vueltas más al estatuto de la intimidad en la sociedad tecnológica avanzada, descoyuntado entre el Código Penal y los intereses gremiales que están en juego. Un asunto del mayor interés, que atañe a un derecho fundador de la modernidad y juntamente comprometido como nunca por esta misma. La verdad es que las elecciones municipales son bastante poca cosa al lado de lo que aquí se ventila: pero me temo que todo lo que vaya a decirse sobre el caso quede reducido a puro forcejeo electoral. Me gustaría señalar, a modo de provocación al debate, la fragilidad de ciertos supuestos implicados en la complacencia ante lo aquí sucedido. Y ello, desde luego, dejando de lado el punto de vista legal -en el que no soy competente- y aceptando sin reservas que en el comportamiento de estos periodistas no se ha dado motivación distinta ni menos noble que la apasionada vocación de informar.Para empezar, es inaceptable dar por hecho que un hombre público no tiene derecho a la intimidad, o que sólo lo tiene en cuanto se refiere a cuestiones privadas (sexo, por ejemplo), pero no a opiniones sobre asuntos públicos. En una sociedad como la nuestra, todos somos más o menos públicos, es decir, todos desempeñamos funciones que interesan al público y que pueden ser públicamente controladas. No por ello dejan de ser inviolables nuestra correspondencia, o nuestras conversaciones telefónicas, o nuestro domicilios. Por mucho papanatismo curioso que rodee al señor conocido (demasiadas vecesalentado por él mismo, desde luego), eso no le exime de responsabilidades ni derechos ante las leyes iguales a los de cualquier otro (incluido, sin duda, testimoniar personalmente en los tribunales, y no por escrito). Las sociedades arcaicas endiosaban a ciertos individuos, sea haciéndolos invulnerables o excepcionalmente vulnerables (a menudo ambas cosas, sucesivamente): se supone que las democracias modernas marcan el fin de tales endiosamientos ambiguos.

Tampoco es cierto que sólo los asuntos personales (afectivos, familiares, etcétera ... ) deban ser respetados como íntimos. Las opiniones políticas, sociales o religiosas de cada cual no tienen por qué ser divulgadas a traición. Por ejemplo, el voto electoral es secreto, a pesar de expresar una de las dimensiones más públicas del ciudadano: a muchos les interesaría saber el color de la papeleta que depositan en la urna los famosos, pero si se consiguiera por algún medio sustraerlas y darlas a conocer se estaría sin duda agrediendo anticonstitucionalmente la dignidad de esas personas. Que algo interese a alguien no es motivo suficiente para que sea legítimo hacerlo público. Nadie tiene derecho a enterarse de todo lo que le interesa o le concierne. Me intersa (¡y mucho!) lo que piensan de mí mi mujer, mis hijos, mis amigos, mis companeros de trabajo, etcétera, pero ello no me autoriza a intervenir su correspondencia ni su teléfono o a poner micrófonos bajo su cama. En el terreno político es lícito que se haga público el fraude o la ilegalidad (cuando se ocultan, en el caso de que un político soborne o ampare cualquier tipo de terrorismo, por ejemplo), pero no cualquier comentario privado sobre política de un político, porjugoso que pueda resultarles a algunos curiosos.

Lo que diferencia la transparencia democrática del espionaje generalizado en los totalitarismos es el reconocimiento de áreas inviolables en la vida de cada persona. Si se quiere, el derecho a la hipocresía. La veracidad y la sinceridad sólo son virtudes allí donde la convención admite la mentira; la vida libre sólo es soportable admitiendo que hay que saberjugar con varios niveles distintos de lenguaje, cada uno con sus propias pautas, desde la cortesía a la retórica amorosa. Quien viole este juego no encontrará por ello la verdad absoluta, sino que puede ser atrapado en su propio cepo. Al que esconde micrófonos le parece verdad lo que oye no por lo que allí se dice, sino sólo porque a él no le correspondía escucharlo. Pero donde se sabe que las paredes oyen, el menos bobo aprende a decir secretamente lo que quiere que sea fervorosamente creído por los desconfiados. Como cualquiera puede descubrir en las novelas de espionaje, la omnipresencia de este fisgoneo termina por anular la revelación que busca..., envileciendo, eso sí, a todos los implicados y a la propia verdad, pobrecilla. No hay nada más manipulable que la sinceridad forzosa, ni más fácil de fingir, ni más sonrojante de imponer o de disfrutar.Por lo demás, ¿acaso resulta tan decisiva la información así adquirida? ¿Se le abrirán al sufrido pueblo los ojos al enterarse por fin de que los políticos dicen tacos, se ponen zancadillas entre sí o admiten en privado lo que niegan en público? ¡Mísera catarsis, a fe mía! ¿Vale la pena comprometer valores serios por el gustazo de refocilarse en tales chorradas? Me parece que el verdadero problema político de la democracia no es la ausencia de información, por imprescindible que ésta sea, sino la falta de lucidez para asumirla y el bloqueo de los cauces participativos que permitirían aprovecharla. Un ejemplo, al desgaire. Poco después de acabar la guerra del Golfo leí una entrevista con un alto representante de la asocicación Médicos Sin Fronteras. El periodista le preguntó si había visto muchas víctimas civiles en los hospitales iraquíes y repuso que no, sólo muy pocas; en cuanto al estado de Bagdad tras los bombardeos dijo que la mayoría de los desperfectos correspondían a edificios oficiales, mientras que los domicilios particulares aparecian relativamente incólumes. No he leído a ninguno de los que tanto se preocuparon por el posible holocausto de la población iraquí mostrar alivio ante tales nuevas: ¿habrían conservado su indiferencia si el informe de dicho doctor hubiese sido de signo catastróficarnente opuesto?

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Sin embargo, poca justificación tienen los gobernantes para escandalizarse ante tales métodos. ¿No son ellos los que han puesto de moda las escuchas para pillar a sus adversarios? ¿No amenazan con revelar los nombres de quienes utilizan privadamente sustancias que ellos desaprueban? ¿No se ha violado hasta la saciedad la intimidad de Maradona o de Laura Antonelli? ¿No pretenden, en nombre de Santa Seguridad, imponer la identificación forzosa por la calle, retener durante unas cuantas horas a sospechosos o entrar en los domicilios sin mandamiento judicial? A Txiki Benegas le han tratado como a un presunto narcotraficante: le han aplicado el en otras ocasiones tan aplaudido todo vale. ¿No ha repetido Corcuera la jaculatoria de todos los inquisidores: "Quien nada tiene que ocultar nada debe terner"? En cuanto el adolescente se encierra por dentro en su cuairto, papá llama a la puerta: "¿Qué haces?, ¡abre!". El chico responde: "No estoy haciendo nada". Y papá: "Si no hicieras nada, no te encerrarías. ¡Te digo que abras!". Quizá en su clausura el chaval se lía un porro o se rriasturba con fotos pornográficas, ¡vaya usted a saber! Pero, ante todo, se va convirtiendo en persona libre, con perdón de papá. Y si papá no le deja en paz,que no se queje de verse antes o después pagado con la misma moneda...

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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