Una encíclica papal que defrauda
Los medios de comunicación social en general han insistido en la crítica del capitalismo, del socialismo real y del marxismo que Juan Pablo II ha hecho de su último documento, recordando el que hace 100 años publicó su predecesor León XIII.Después de los acontecimientos inesperados ocurridos en el Este, con la caída no-violenta de las dictaduras, que se decían inspiradas en el marxismo, sale esta encíclica que, a pesar de lo que se ha dicho, no aporta ninguna novedad al pensamiento de la Iglesia como, sin embargo, aportaron en su tiempo Pío XI y Pablo VI. El primero, haciendo la crítica más dura del imperialismo económico que empezaba a gobernar al mundo, y el segundo, hablando del desarrollo que se había producido en el mundo de aquel tiempo, lleno de carencias e injusticias, que fueron valientemente denunciadas por este Papa. Y nada digamos de la encíclica de Juan XXIII Paz en la Tierra, que suponía la plena aceptación de los derechos humanos y de las libertades básicas, proclamados por las declaraciones internacionales, y lo hacía, sin discriminación alguna, para todo el globo terráqueo y todas las situaciones, tras la reticencia pontificia acerca de estas libertades modernas -llamadas por los papas en el siglo pasado libertades de perdición- y asumidas sólo con muchas reticencias muchos años después.
Un documento demasiado extenso para apenas aportar orientación nueva alguna, si no es la de suavizar sustancialmente su crítica anterior al capitalismo, que ahora trata con guante blanco.
En él dedica excesivas páginas a describir lo que dijo León XIII en una situación social tan diferente de la actual, cosa que no tiene ningún interés, sino que resta fluidez al documento.
Más tarde hace una crítica de algo que está en vías de desaparición, como es el socialismo real, que se inspiró -por otro lado- en los peores aspectos de un marxismo muy poco concordante con el que enseñó Marx. Y al tratar del capitalismo, baja la guardia contra él, tal como la había ejercido mucho más duramente en sus dos documentos anteriores. Ahora sorprende que muchos medios de comunicación hayan querido ver sólo algo inexistente: la oposición frontal al capitalismo, cuando es todo lo contrario. En esta encíclica se hace una apología grande de éste, cuya entraña es la libertad de mercado, y espera demasiado de ella en los países del Este.
Parece que, indirectamente al menos, el Papa defiende una socialdemocracia moderada, como existe en muchos países del desarrollo, puesto que las posturas encontradas entre los sistemas económico-sociales de Occidente se han aproximado grandemente en el sentido dicho. Hoy los programas electorales, lo mismo que las líneas de gobierno de los que se llaman socialistas o conservadores en Europa, coinciden sustancialmente cada vez más.
No tiene el Papa ninguna frase favorable al movimiento, principalmente católico, llamado teología de la liberación. Parece que escapa a la realidad latinoamericana, donde es un movimiento de gran importancia en el terreno económico-social, lo mismo que en el religioso. Esto, que hubiera supuesto alguna novedad, brilla por su ausencia en este documento.
Alude también a los dos principios complementarios de subsidiaridad y solidaridad, sin apenas sacar consecuencias prácticas de ellos, salvo unas reflexiones de buena voluntad que no parecen ser de gran eficacia, porque me recuerdan al proverbio: "El infierno está empedrado de buenos propósitos", o a aquel ingenuo deseo de nuestras Cortes de Cádiz, cuando en su Constitución se les pide a los españoles que sean 'Justos y benéficos" (artículo 6).
Hay ciertamente críticas a la ineficacia de la ONU; pero hechas a posteriori y cuando todos hemos visto lo ocurrido con la guerra del golfo Pérsico. Como también critica algunos males que aquejan al mundo de hoy sin ahondar suficientemente en sus causas, con el fin de poder ayudar a atajarlas de modo claro y efectivo. Ésa es la sensación que deja en el ánimo del lector cuando alude demasiado brevemente a la droga, a la ecología, a la guerra, a los grupos extremistas violentos, a la deseclonización, a la ayuda a los antiguos países comunistas, al apoyo al Tercer Mundo o al rápido desarrollo del fundamentalismo religioso, dentro y fuera del cristianismo, sin concretar. Apenas dice nada tampoco del fenómeno llamado del Cuarto Mundo. Y de la sociedad del consumo por el consumo habla de modo vago, para exponer el deseo de implantar nuevos estilos de vida únicamente en forma abstracta y bienintencionada.; y a este propósito recuerdo la interesante campaña práctica, lanzada por Berlinguer en Italia, en sus excelentes y prácticos discursos, incitando a posturas concretas a los ciudadanos para luchar eficazmente contra este consumo por el consumo, desarrollado por muchos medios de comunicación social que están en manos de unos pocos grupos de intereses.
Es insuficiente lo poco que dice sobre lo que él llama una nueva forma de propiedad: "La del conocimiento, la técnica y el saber". Es el nuevo fenómeno, que está cambiando la estructura de las sociedades del desarrolle, y que el profesor P. Drucker llama el "empleado del conocimiento"; o del fenómeno, de consecuencias insospechadas, del ejército de pensionistas y su fuerza futura; o el poder social del voluntariado social y culturali, que empieza a ser una potentísima fuerza de influencia para el porvenir del mundo. Todavía sigue creyendo el Papa actual que todo reside fundamentalmente en la fuerza del trabaJo material, que está cada vez en mayor descenso con la automatización y el aumento acelerado de la informática y de su poder. Todas estas cosas resultan olvidadas, a pesar de su trascendencia futura para la sociedad que se avecina. Esta encíclica resulta obsoleta en sus planteamientos al desconocer la importancia de estos procesos que tenemos ya a la puerta.
Y un punto que no se puede aceptar es atribuir al ateísmo de nuestra sociedad -lo mismo en el Este que en el Oeste- que no se respete a la persona humana ni su dignidad. Precisamente el catolicismo de nuestros clásicos teólogos de Salamanca, como Vitoria y Soto, o los jesuitas Molina y Suárez, defendieron una concepción típicamente católica, a diferencia de los fundadores del protestantismo: que el hombre tiene una moral, sin discriminación de creencias, porque está basada en la razón natural que todo hombre posee y que la deduce y fundamenta en su naturaleza racional, que no ha disminuido en nada por el llamado pecado original.
Y, por último, su idealista apelación al europeísmo, como una cultura común y una historia milenaria, que el Papa en sus discursos suele atribuir exageradamente al cristianismo. Hoy, por otro lado, no puede ser éste ya ni siquiera lo que fue en un mundo pluralista y no confesional, y no podrá ser su aglutinante, por mucho que lo deseen algunos cristianos.
León XIII fue un renovador social dentro del catolicismo de su tiempo, y por eso en algunos púlpitos españoles se dice que pidieron por su conversión, dadas sus revolucionarias ideas para aquellos tiempos católicos tan conservadores socialmente; cosa impensable hoy con esta encíclica del papa Juan Pablo II.
es teólogo.
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