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Reportaje:

La línea de metro preferida por los fantasmas

La estación de Tirso de Molina oculta tumbas de monjes y la de Chamberí, polvo de 25 años

Vicente G. Olaya

No sólo el trazado de la línea 1 de metro une la estación de Tirso de Molina y a ya desaparecida de Chamberí. El misterio y el olvido las enlaza más que los diversos túneles que las conectan. Historias de Madrid que pasan inadvertidas a los apresurados ciudadanos que, sin querer, profanan el descanso de los fantasmas del Metropolitano.

Hace ya 150 años, en la actual plaza de Tirso de Molina, se derribó un convento llamado de La Merced. Cuando a principios de los años veinte de este siglo se comenzó la construcción de la estación de metro, aparecieron los huesos de los monjes que habitaban el edificio. "Como nadie sabía qué hacer con ellos", afirma María Isabel Gea, autora del libro Casas, cosas, casos de Madrid, "fueron depositados en los andenes, recubriéndolos con azulejos. Y allí descansan desde entonces los restos de los monjes mercedarios".Para el profesor Francisco Azorín, miembro del Instituto de Estudios Madrileños, la historia no está confirmada, pero durante algún tiempo se habló de ello; aunque yo no tengo constancia de su exactitud, no me extrañaría que fuese real".

Si nuestros zapatos tienen permiso para pisotear a los mercedarios en sus tumbas de cemento, no lo poseen para adentrarse en la estación fantasma. Porque allí el tiempo se paró hace 25 años.

El 21 de mayo de 1966, los responsables del Metro madrileño decidieron cerrar la estación de Chamberí, dada su cercanía con las de Bilbao e Iglesia. Desde entonces, el polvo, las telarañas y la humedad se han ido adueñando de un lugar prácticamente olvidado.

Regreso a 1961

Era medianoche cuando dos potentes linternas rompieron la oscuridad del lugar. Todo permanecía como el último día en que se utilizó. Billetes usados esparcidos por el suelo, taquillas en las que el último almuerzo del operario no fue recogido, andenes vacíos y pasillos en los que el polvo es el único pasajero.Las paredes, alicatadas con azulejos blancos, se han ido convirtiendo, gracias a la ayuda de la humedad y de los hongos, en muros con una pátina rojiza que cubre por completo la estación. Algunos grafitos, todavía legibles, hablan de citas imposibles, de jóvenes solitarios que dejaban su teléfono esperando una llamada amiga y de soldados cuyo único deseo era no volver al cuartel.

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En la entrada, las cabinas de las taquilleras y revisores dejan pasar, a través de sus cristales rotos, un aire viciado por el polvo levantado por nuestras pisadas. Los pasillos que bajan hacia los vacíos andenes están recubiertos de viejos mapas ya inútiles. Tras cada esquina, una sorpresa: un billete en el suelo (quizá del último viaje), un cartel que impide el paso, una sombra que no nos pertenece.

En el túnel, el silencio es absoluto. De vez en cuando, el sonido de un tren lejano que atraviesa una estación en la que no se recogen ya pasajeros. Será por eso por lo que nadie se haya dado cuenta de que allí quedaron dos viajeras en tierra. A lo mejor a ellas no les importa, porque su verdadero deseo es llamar la atención. Algo que se cumpliría si un viajero vislumbrase, a través de los cristales de su vagón, sus siempre jóvenes caras impresas en carteles publicitarios.

Un misterio y unas coincidencias que pueden haber influido en el actual rodaje de la película Beltenebros. La acción parte de la estación de Atocha, en el invierno de 1962, justamente cuando se cumplían 100 años de su destrucción por un incendio.

Secretos y enigmas nunca del todo confirmados, pero que envuelven al metropolitano de la capital en un medio que nos puede llevar mucho más lejos de la estación deseada.

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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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