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El hombre y el arte

Vivir es asomarse a la multiplicidad de las cosas y de los seres y descubrir su esencia secreta. El ejercicio cotidiano de la sensibilidad, para satisfacer sus necesidades vitales, sumerge al hombre en el mundo, del que no puede separarse jamás, por más que lo intente ensimismándose en una fría soledad. Marx habla de una apropiación sensible por y para el hombre, y afirma que esta apropiación no debe entenderse en el sentido de tener, es decir, el deseo de posesión ilimitada que origina la propiedad, obstaculiza la verdadera realización del hombre. Sólo un enfoque no utilitarista, y sí estético, convierte los sentidos materiales en sentidos humanos. En otras palabras, a través del arte se educan los cinco sentidos y hace que el hombre sea una realidad de verdad. La música la oímos todos, pero un oído musical tiene una experiencia auditiva de la que otros carecen; el hambriento no puede disfrutar las delicias de unos platos exquisitos; tampoco el analfabeto es capaz de gozar con una bella obra dramática. El placer artístico es resultado de una educación progresiva, histórica. Para disfrutar de la esencia de las cosas es necesario renunciar al arrebato posesivo primario e inmediato, y entregarse al mirar desinteresado, objetivo: "Die stille genuss der reine betrachtung" (Goethe), "el goce tranquilo de la pura contemplación", que nos revela la belleza del mundo. Más aún, esta capacidad de apropiación objetiva que tiene la sensibilidad enriquece al sujeto humano. Contrariamente, el placer posesivo empobrece, porque sólo se vive para uso particular y, en consecuencia, incomunica, mientras la apropiación estética hace posible una comunicación intersubjetiva. Sólo entonces se puede vivir el nosotros, ese estado colectivo por el que descubrimos el ser genérico humano del que habla Marx.La pasividad de la contemplación estética kantiana, que critica Nietzsche como desinterés apático, acaba en fórmulas que ocultan la singularidad de cada objeto bello. Pero si se participa activamente en la apropiación, o sea, interesados en el desinterés de todos, los sentidos hacen nuestro lo que tienen ante sí, humanizan la naturaleza. De esta forma podremos satisfacer nuestras necesidades, deseos, y a la vez, llevar a cabo sueños, proyectos, que posibiliten al hombre hacerse la clase de persona determinada para alcanzar lo que quiere.

El hombre, al ejercitar su sensibilidad por el arte, es capaz de conocer su propia esencia. A esta autoconciencia se llega por el conocimiento de lo que le es externo. Así, arte y ciencia tienen el mismo fin: investigar para llegar a saber lo que está ahí. Esta unidad subjetivo-objetiva es una realidad experimentable, porque siempre percibimos con el cuerpo extático. Pero en el desarrollo de nuestra actividad sensible olvidamos el cuerpo al convertirlo en instrumento para realizar nuestros fines. El cuerpo invisible es el sujeto, y la carne visible, el objeto que somos.

El artista no vive un comercio con el mundo, pues si la pintura fuese una anexión del individuo, "el artista sería de la familia de los ambiciosos, de los drogados" (Malraux). Tampoco es el ser excepcional divinizado por el arte, sino el hombre que va por la calle y sabe captar el sentido oculto de las cosas: "Vivre dans la peinture, c'est encore respirer ce monde" (Merleau-Ponty). El pintor es un hombre real comprometido con el mundo, como cualquiera de nosotros, que mira y siente curiosidad por descubrir secretos en los seres y las cosas. Lo que se denomina el signo plástico, esa "deformación coherente de la realidad", es resultado de una aproximación de apariencias varias y distantes, una síntesis perceptiva para llegar a una expresión total. En consecuencia, los signos en pintura, explica el crítico de arte, y pintor él mismo, Cándido Fernández Mazas, son la verdad del arte, la armonía de múltiples visiones y contactos amorosos con la realidad. En la mirada cotidiana e ingenua del pintor, los ojos acogen y ordenan la diversidad de visiones para componer un concierto visual, un sistema de imágenes. Esta actividad eurítmica de los sentidos fue confirmada por los experimentos del psicólogo soviético Anaiev, quien comprobó que la visión aislada no existe. El lenguaje de la pintura es sin palabras y se expresa por esas equivalencias de los signos plásticos que se extienden por todo el cuadro como voces del silencio.

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La apropiación de las cosas necesarias para satisfacer nuestras necesidades se realiza por la pasión, fuerza esencial del hombre que le faculta para aprehender lo que busca. Pero la pasión no se consuma tan sólo como ardiente posesión utilitaria, también es una donación de sí, un sacrificio de los impulsos primarios elementales. En este sentido, toda verdadera pasión es estética. Lo podemos comprobar con la pasión amorosa, por la que nos entregamos al amado para llegar a la realidad completa de nuestro yo: "Kein ich ohne du" (Feuerbach). Este "no hay yo sin tú" es la expresión de la esencia humana y realiza la unidad de los hombres, que no borra las singularidades y diferencias de unos y otros para sentirse hombres humanos.

Por las múltiples pasiones de que es víctima, el hombre llega a saber lo que necesita y quiere. A la seducción panorámica del mundo y afán de gozar objetos corresponde una tensión o ejercicio práctico de la razón, que separa del utilitarismo a que propende toda pasión inmediata. La pasión, al racionalizarse, se hace autoconsciente, estética. De aquí procede la objetivación del yo subjetivo, como en el cuadro de Munch El grito, símbolo del expresionismo, o en esas descripciones de la codicia y ambición que pinta Balzac, o las violencias furibundas del deseo apasionado que refleja Faulkner en algunas de sus novelas. El arte expresionista y la narrativa liberan a la pasión de su carácter egoísta, utilitario, posesivo, que puede destruir al hombre obnubilado por el torbellino de sus apetitos. Cuando la pasión enclaustra a los seres con el objeto que apasiona, amputa la riqueza de la sensibilidad, haciéndoles indiferentes a otras realidades. En este caso, la pasión convierte al hombre en propietario de sí mismo, lo que limita y frustra. En consecuencia, es necesario salir del encierro voluntario en que sumergen las pasiones y volver al mundo natural. El sentimiento puede salvarnos de este empecinamiento obsesivo de la pasión, porque es percibir los otros hombres directa e inmediatamente afines, es abrir de nuevo los Ojos al mundo.

La pasión, al sentimentalizarse, nos devuelve a la realidad variada y rica de la existencia. Ahora bien, si el sentimiento es desapasionado, se queda en mero disfrute íntimo, en una posesión egoísta de los sentidos, pues crea un mundo subjetivo que nos sumerge en la reflexión permanente, distanciadora, e impide acceder al sentir de los otros. Este aislamiento recíproco define los sentimientos puros. El sentimiento apasionado puede cambiar la pasividad sentimental en actividad real, proyectada hacia seres concretos. Entonces el hombre vive como totalidad sintiente y sólo así llega a ser realmente humano.

Carlos Gurméndez es ensayista, autor de La melancolía.

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