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El Golfo, la reducción europea

Anciano y lúcido, Hobbes, gran exponente de la filosofía política occidental, dirá en autobiográficos dísticos latinos que su madre dio a luz dos gemelos: "A mí y al miedo". Con esta formulación irónica, el miedo no sólo será su referente personal, sino también un punto de partida para explicar una de las primeras modernidades europeas: cómo establecer la paz social, cómo evitar la guerra. Desde entonces, derecho y política, economía y ética, en este juego constante de paz / guerra, serán con figuraciones en donde el miedo ocupará, como justificación implícita, un lugar preeminente: miedo a la libertad convertida en necesidad, miedo a la pérdida de poder, miedo a la reducción de bienestar. Salir del miedo lleva indistintamente a la paz o a la guerra, y en este caso del conflicto del Golfo ha llevado a una guerra siniestra. En cierta medida es una guerra antigua (teologización bélica), pero desde los instrumentos tecnológicos más avanzados y destructores que la modernidad ha inventado.Las motivaciones de esta guerra oriental, como de cualquier guerra, pueden analizarse desde muchas perspectivas: desde la ética (guerra justa o injusta) a la economía (intereses a defender: petróleo y, sobre todo, reanimar la industria armamentista), desde zonas de influencia (regionales en el caso iraquí y planetarios en el caso americano) al derecho (entusiasmo tardío por las resoluciones internacionales, desigualmente aplicadas). El miedo, en el caso occidental, se ha recubierto así de una justificación múltiple en donde cinismo y pragmatismo coexisten con solidaridad y miedo. La guerra del Golfo actuó de revulsivo general: para americanos y europeos, para árabes-musulmanes y asiáticos. El fenómeno bélico, ampliado por la televisión con morbosidad lúdica y tecnológica, se planetarizó cultural y políticamente: no es una simple intervención, resultado de una intervención previa. Planetarización que afectó, y afectará más, por sus consecuencias varias y por el nuevo orden que se anuncia, que más que orden, en el sentido ético, jurídico y social, parece referirse más a orden público: el derecho convertido en gendarme. ¿Se podrán calcular las consecuencias que de una derrota total, convertido Irak en campo de sal como en los tiempos de las legiones romanas, en donde la inevitable prepotencia produjo una humillación racial y religiosa generalizada?

Frente a la simplificación ideológica de las dos grandes guerras del siglo XX, la del 14 y, sobre todo, la del 39 (guerra-límite esta última, en donde el pacifismo dejó de tener vigencia), la guerra oriental que vivimos fue una guerra compleja. No tanto por las motivaciones, sino por las actitudes y los resultados que ocasionará. A partir de un dato valorado casi unánimemente, es decir, la condena de Irak como país invasor, todo lo demás entra en el campo de las matizaciones y reservas, ambivalencias y ambigüedades. Y, obviamente, nos encontramos con entusiasmos belicistas, neutralismos controlados y pacifismos éticos y sociales. Gobiernos, opinión pública y sectores diversos de la sociedad, de países contendientes o espectadores, están atrapados de esta manera en una complejidad derivada de la diferente perspectiva con la que se observa y juzga. Actitudes, en gran medida, encontradas en donde razón de Estado y razón de imperio, solidaridades transnacionales voluntarias o forzadas se antagonizan o discrepan con valoraciones éticas, sociales e incluso jurídicas.

En este contexto de complejidad oriental y occidental Europa ha desempeñado un papel reducido, si no lamentable. Los países comunitarios, como ha sido bien notorio, han reflejado algo real que la retórica literaria o burocrática ocultaba: Europa, como unidad política, no existe, y como proyecto unitario, desde la cooperación actual, se diluye en un horizonte lejano y casi utópico. Tal vez este hecho bélico permita un relanzamiento autocrítico de nuestra realidad reducida y diferenciada: belicismo inglés y holandés, ambivalencia francesa, oportunismo italiano, ambigüedad española. (Con todo, la posición española ha sido la más equilibrada entre el intervencionismo frontal, el pacifismo radical y el neutralismo contemporizador: sincretismo gubernamental que resulta de nuestra tradicional neutralidad, de una opinión pública mayoritaria pacifista y de compromisos internacionales no fáciles de evitar.) La denominada solidaridad comunitaria ha funcionado no tanto para reafirmar la identidad europea (atlántica, pero también mediterránea), sino, por elevación, adscribiéndose a la posición americana. No es criticable, al contrario, es necesario defender las resoluciones de la ONU, pero sí es criticable la falta de imaginación europea por la ausencia de propuestas mediadoras y conciliadoras razonables (continuación del embargo, flexibilización del ultimátum), tanto políticas como diplomáticas, que hubiesen evitado la confrontación bélica o, al menos, haberlo intentado seriamente y no, de última hora, de forma testimonial (propuesta francesa). Que el Gobierno de Bagdad no quisiera recibir a la troika comunitaria es un claro indicador de la falta del peso político europeo en esta crisis. Europa ha quedado reducida a una simple cobertura, en el mejor de los casos. Criticable, también, dentro de este marco de la ONU es la interpretación y ejecución de sus resoluciones, las históricas y la propia 678. El señor Pérez de Cuéllar, con una actuación poco eficaz y poco brillante, ha tenido que reconocer que esta guerra no fue una guerra de la ONU. Hubo, sin duda, cierta cobertura jurídica inicial, pero, también, extralimitaciones y, en todo caso, no se ha desarrollado lo dispuesto en otras disposiciones de la Carta de la ONU.

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La Comunidad Europea ha realizado, y sigue realizando con eficacia, al menos hasta ahora, un mercado económico. Sin duda conveniente y gratificante: el bienestar es una exigencia de una sociedad libre y democrática. Pero si se exagera y sacraliza el bienestar, transformándolo en egoísmo colectivo y en miedo reductor, puede anquilosarse la democracia dinámica: la identidad europea, cara al futuro, debe descansar también en otros valores y normas. La guerra brutal del Golfo debería haber servido de estímulo para avanzar en la Europa unida y estructurar un nuevo orden planetario más justo, libre y pacífico.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense.

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