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Alarma nuclear

La guerra en el Golfo ha agravado tantos viejos problemas internacionales, como el control de los suministros mundiales de petróleo, la suerte del pueblo palestino, toda la relación de Israel con sus vecinos árabes, las relaciones entre el Occidente cristiano y el mundo islámico, etcétera, que es difícil determinar qué problema es el más agudo, cuál tiene más necesidad de la inmediata atención mundial. Dos noticias en The International Herald Tribune del 5 de febrero han reforzado mi constante creencia de que la más importante de las muchas cuestiones es la prohibición y la destrucción controlada de las existencias de todas las armas nucleares, químicas y biológicas.Para empezar cito a George Will, probablemente el columnista conservador más inteligente e independiente que escribe hoy día en Estados Unidos. "La única vez que se han utilizado las armas nucleares ha sido contra la población civil de una potencia no nuclear con el propósito de ahorrar vidas. La utilización fue moralmente correcta: ahorró violencia, salvando quizá más de un millón de vidas, militares y civiles. Las razones para la utilización de armas nucleares tácticas contra objetivos puramente militares (por ejemplo, fuerzas blindadas iraquíes concentradas) podrían ser al menos tan fuertes como las razones para los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki".

Will sigue diciendo que "Ia Administración de Bush ha indicado que las armas nucleares no serán consideradas (la política puede ser más acertada que el decirlo)". Pero, el mismo día, The Herald y otros diarios informaban de discusiones entre militares estadounidenses, israelíes y occidentales sobre los pros y los contras de utilizar armas tácticas nucleares y/o químicas contra Sadam si él las utiliza primero.

Para mí, más importante que las calculadas ambigüedades de los estrategas militares y comentaristas son los términos de las frases de Will sobre la utilización de armas nucleares para forzar la rendición incondicional de Japón en 1945. Para él, la utilización fue moralmente correcta, porque ahorró vidas, dando por sentado que la única alternativa al bombardeo hubiese sido una costosa invasión anfibia que hubiera causado la muerte a muchas más personas -tanto norteamericanas como japonesas- que las dos bombas atómicas, que mataron sólo japoneses.

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Lo que él no menciona -y ésta es una omisión que he apreciado repetidamente durante los últimos 45 años- es que había una alternativa a dejar caer las bombas atómicas sobre dos ciudades densamente pobladas, una alternativa que fue enérgicamente sostenida ante los presidentes Roosevelt y Truman por científicos, diplomáticos y militares involucrados en la construcción y prueba de la bomba atómica. La alternativa era advertir a los japoneses del poder destructivo sin precedentes de la nueva bomba y hacer estallar la primera en una playa deshabitada o en un desierto, donde su potencial podía ser probado ante el enemigo sin matar a decenas de miles de personas ni envenenar el suelo durante las décadas venideras.

Roosevelt murió antes de que la bomba estuviese lista y Truman aceptó el consejo de quienes argumentaban que una demostración no sería suficiente, que la bomba podría no explotar y la amenaza parecer, por tanto, una tontería; también que las bombas eran tremendamente caras y escasas, y que, por tanto, no debía malgastarse una en una prueba. Siempre he encontrado pasmoso el fariseísmo de mis compatriotas, el rasgo psicológico más inquietante de una cultura generalmente admirable. Los alemanes se han disculpado oficialmente por el genocidio contra los judíos y la Iglesia española se ha disculpado por haberse identificado totalmente con el opresivo régimen del general Franco. Los soviéticos han rehabilitado, póstumamente al menos, a algunas de las víctimas de Stalin. Pero Estados Unidos no se ha disculpado nunca por haber dejado caer la bomba atómica sobre dos grandes ciudades.

Puesto que he estado enseñando y escribiendo durante 45 años que la tarea actual más importante de los estadistas internacionales es librar al mundo de las armas nucleares, químicas y biológicas, soy muy consciente de los contraargumentos a mi ingenua postura: que uno no puede detener el avance de la tecnología; que todas las armas que puedan ser inventadas lo serán, y que serán utilizadas, ya sea como chantaje o en acción directa; que el balance de terror entre 1951 y 1990 ha dado a Europa (no al mundo) su periodo más largo de paz y estabilidad, etcétera.

En realidad, soy incapaz de creer que los seres humanos (de uno y otro sexo) estén constitucionalmente preparados para vivir sin guerra. Quizá miles de años de evolución, ayudados por una utilización benigna de la ingeniería genética, producirán una futura raza humana con menores componentes de agresión, rabia y envidia asesina. Por el momento, me preocupan, en el sentido más literal del término, las medidas de emergencia. Cuando a un bebedor y fumador empedernido le dicen los doctores que debe dejar de beber o de fumar, o pensar que va a morir pronto, él o ella encuentra la fuerza de voluntad para dejar el tabaco y el alcohol. De lo que la raza humana debe darse cuenta muy rápidamente es de que debe guiar su violencia dentro de unos límites no suicidas, para no destruir el aire, el agua, las plantas de las que depende toda vida; para no destruir a millones de seres vivientes que no toman parte en la disputa que se decide en la lucha.

Cuando alguien escribe que la utilización de la bomba atómica fue moralmente correcta, sólo puede hacerlo escogiendo no ser consciente de las necesidades que acabo de mencionar. Y, por supuesto, es esa noción de corrección moral la que hace posible que, por lo demás, civilizados catedráticos de estudios estratégicos, relaciones internacionales, etcétera, hablen sobre la utilización de armas tácticas nucleares o químicas en circunstancias especiales.

Sadam Husein ha dado al mundo un aviso brutal de lo que son capaces los dictadores megalómanos. Ha estado haciendo esta advertencia desde 1980, pero sólo cuando ha invadido a un vecino rico en petróleo ha hecho surgir la reacción que llevó a las resoluciones de las Naciones Unidas, a la concentración militar y a la guerra de coalición. El único aspecto positivo de esta horrible serie de sucesos es el posible desarrollo de las Naciones Unidas como una eficaz fuerza futura para la paz. Existe un amplio consenso, aunque ciertamente no unanimidad, entre Gobiernos y fuerzas políticas populares sobre la necesidad de conferencias internacionales que controlen, y finalmente solucionen, los muchos conflictos que acosan a Oriente Próximo y las relaciones entre el mundo islámico y el europeo.

Yo insistiría en que la más crucial de esas conferencias internacionales fuese una que eliminase armas de destrucción masiva. Debe trabajar no sólo para su no proliferación, sino también para la destrucción de las ya existentes y la reconversión de las industrias que se han convertido en demasiado necesarias para el comercio de exportación de todos los países que fabrican armas (incluyendo la anteriormente neutral España). Debe proporcionar, para la inspección in situ, equipos con representantes de toda clase de Gobiernos, capitalistas y poscomunistas, industriales y del Tercer Mundo, occidentales e islámicos. La raza humana, en todas sus ramas, debe acordar la eliminación de estas armas o, en el próximo futuro, su utilización destruirá la civilización existente.

Gabriel Jackson es historiador.

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