El gallo europeo cantó tres veces
"No se puede hablar de unión política sin hablar de seguridad y no se puede hablar de seguridad sin hablar de defensa". Así se expresaba, mediado septiembre, el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors. Resaltaba de esta forma que la Europa comunitaria -"un gigante económico, un enano político y una larva militar", según el conocido aforismo- sólo contará como potencia política cuando posea una política exterior y de defensa comunes.La utopía de acercarse a esa política propia dentro de la coalición estuvo relativamente próxima en la primera fase del conflicto. La coordinación naval a través de la UEO, el énfasis en la negociación y en la solidaridad con el Magreb, la hipótesis de unificar su voz en el Consejo de Seguridad, y la mediación francesa en el penúltimo minuto antes del ultimátum del 15 de enero jalonaron el intento continuado de vertebrar esa presencia propia en el conflicto. Es ya una oportunidad perdida para el ideal de una Europa política unida. ¿Irremisiblemente? Tal vez no. Pero, ¿qué credibilidad tendrá, a partir del alto el fuego, una política exterior que no supo afrontar, unida, la coyuntura dominada por el campo de batalla?
Ocurre que, desde el 17 de enero, la lógica interna de la guerra echó el intentó por la borda. Las razones profundas de ese fracaso son múltiples:
- El alineamiento sin distancias con el principal y más comprometido socio de la coalición, EE UU (especialmente por parte del Reino Unido), como instrumento, considerado imprescindible, de disuasión hacia el invasor iraquí.
- La diversa suerte histórica de las políticas exteriores de los Doce, generadora de una diversidad de estados de opinión (desde el intervencionismo británico, heredero del imperio victoriano y del antinazismo, hasta el neutralismo antinorteamericano de parte de la opinión española, enralzado en los recuerdos del hundimiento del Maine, el abrazo Franco-Eisenhower y la guerra del Vietnam; pasando por la grandeur y la force de frappe francesas).
- El corsé del procedimiento de la toma de decisiones, por unanimidad, en el seno de la Comunidad Europea (CE) para toda resolución importante.
- La falta de institucionalización política de la propia CE.
Fracaso, pues, en toda regla, que no debe obviar el surgimiento de sugerentes contradicciones de las que habrá que partir en el futuro inmediato. Algunos políticos europeos han personificado esa tensión entre la realidad y el deseo. Ahí están las repetidas propuestas específicas del presidente François Mitterrand, que el viento de la disciplina multinacional en gran medida aventó. Antes de las hostilidades, Francia anunció que una simple promesa de retirada de Kuwait bastaría para iniciar la negociación, y los hechos la han contrariado. Mitterrand estableció un mando independiente para las tropas francesas en el serio de la Tormenta del Desierto, y al final tuvo que abandonar esa ilusión. Interpuso también cautelas -nada de transportes nucleares, nada de bombardeos sobre poblaciones civiles- al cruce de los B-52 por el espacio aéreo francés, y hoy sólo un interrogante contesta su sugerencia. El bienintencionado gallo europeo cantó por tres veces. Y, por débil, entregó no a un cualquiera señor de la guerra, sino a la propia ambición europeísta, al siesteo de la historia.
Resulta algo patético analizar la última plataforma del Consejo de Exteriores de la Comunidad, reunido la semana pasada, "tomando nota" de la propuesta soviética, en un impulso de simpatía por la mediación de Moscú. Las benéficas declaraciones, ¡esta vez unánimes! -desde la promesa de soluciones para los problemas israelí y palestino en una futura conferencia internacional hasta la cooperación socioeconómica con la región norteafricana-, abarcaban impecablemente todo el catálogo de lo deseable. Pero excluían su traducción práctica, de momento, más allá de lo testimonial y de una eventual remisión al fin de las hostilidades.
Rehén por partida doble: de las decisiones ajenas en la aplicacíón de las resoluciones de la ONU y de la escasa agilidad decisona comunitaria, Europa ha visto desvanecerse el sueño de la multipolaridad, aspiración que subyace en el anhelo de una política exterior común. Esta idea topa ahora reiteradamente con la creciente, aunque no definitiva, realidad de una estructura mundial de poder presidida por una hegemonía unipolar de EE UU.
La realidad es que la CE no está ya, como tal, presente en el conflicto del Golfo. Su ausencia, si se apura el aslanto, no sena en sí grave, salvo ara el eurocentrismo. Es grave por otra razón. Porque con su aportación colectíva hubiera podido modular la dialéctica del conflicto con un sesgo más civilizador. ¿Cómo? Ahondando la fuerza de disuasión (dejada casi exclusivamente en manos de EE UU) frente al sátrapa iraquí. Desplegando la vocación de equidad en la interpretación del derecho y de equilibnio de poderes que tamiza su historia reciente, pues la CE no es otra cosa que un fruto espléndido de la reconciliación entre las naciones enfrentadas tras la II Guerra Mundial. Asegurando la solidaridad con la más creativa cultura árabe, tanto norteafricana como de la propia mírnígración. Fortaleciendo un polo de contrapeso en el escenario mundial, tan urgente desde la quiebra del modelo bipolar de la guerra fría.
Alguno de los objetivos estaba claro. Lo resumió recientemente en estas páginas el ex subsecretario de Defensa de Estados Unidos Paul H. Nitze al urgir la sujeción de estrategias e instrumentos de la coalición a la moderación, por razones geoestratégicas y humanitarias. Refiriéndose al peligro de un Irak reconstituido tras la guerra, Nitze sostenía que "la posibilidad de que Irak consiga en algún momento una capacidad nuclear no constituye una razón para que el presidente Bush inicie ahora el tiso de toda clase de medios militares contra Sadam Husein". Y aducía que "dado que la disuasión ha funcionado en el pasado" no entendía por qué "miles de estadounidenses debían morir ahora para asegurar que Irak no consiga una capacidad nuclear en algún momento del futuro".
El caso es que Europa no está. En el límite figuran, eso sí, los europeos. Algunos, los británicos, se han labrado un papel decisivo en la reconstrucción económica de los territorios devastados y han cerrado ya sustanciosos contratos, sobre todo en Kuwait. Otros, los franceses, han consolidado con sus venícuetos el gran espejismo de su historia nacional (que, por otra parte, en algún aspecto enlaza con la realidad): su carácter de potencia, revalidando su pertenencia al Consejo de Seguridad. Y asegurándose un sillón en la Yalta que de un modo u otro, quiérase que pronto, deberá ordenar el desorden del Golfo y sanar las enonnes heridas, materiales y psicológicas, producidas por la guerra. No hay que desdeñar incluso que la experiencia vivida en la propia carne empuje a los europeos a aplicar las lecciones de su histona: la paz, para ser duradera y justa, debe acercarse más a 1945 que a 1918, aquel semillero de odios que abonó la ascensión del fascismo.
En el camino queda un interrogante. Dada la. imposibilidad práctica de emprender una política exterior común, ¿no hubiera sido preferible liberar a los Doce de sus compromisos unitarios, para que, al menos, alguno de ellos hubiera hecho valer su peso específico? A esta cuestión le sigue otra duda: si la frágil suma a doce no ha bastado para influir certeramente en el desarrollo de los acontecimientos, ¿podría uno a uno, en orden disperso, haber vertebrado una fuerza siquiera comparable al mínimo común denominador que se puso en marcha, con todas sus limitaciones? Quizás la hora de la paz y de la reconstrucción, todavía por despejar, pueda abrir una senda para la recuperación de la oportunidad perdida. Pero esa senda sólo llevará a algún lugar si los paises comunitarios que han desarrollado planteamientos civilizadores más afines y posiciones más sensatas desde ópticas europeístas (Bélgica, Francia, Alemania, España, Italia) se deciden a coger, definitivamente, el toro por los cuernos.
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