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El uso mílitar del aire

Juan Cruz

La guerra le ha dado una tregua fantasmagórica al desierto en que se convirtió durante las últimas semanas el aeropuerto de Barajas y ha hecho que en medio del frío la entrada y salida de viajeros vuelva a sufrir las aglomeraciones propias de los meses del verano. Aquel territorio era hasta hace unos días un espacio vacío en el que algunos ejecutivos y otros turistas cumplían con destreza la obligación del viaje, mirados de cerca por guardias cansinos que paseaban sin ruido alrededor de sus tanquetas.En aquel desierto de asfalto oscuro se concentraba como una metáfora el desconcierto que ha producido la guerra. Las azafatas que facturaban los equipajes internacionales cumplían el rito de pedir el pasaporte y verificaban la rutina, después de un mes de guerra, como si ya se hubiera institucionalizado la nueva era de la sospecha. Detrás, en los paneles de siempre, avisos rojos advertían que los equipajes ya no son invulnerables y que nos los pueden abrir al menor asomo de abandono o de extrañeza.

De pronto aquel silencio organizado se convirtió en algarabía: la propia guerra ha colapsado el aeropuerto de Barajas y el miedo que había en el centro de aquel silencio ha sido sustituido por la sensación de dejadez que produce la aburrida reiteración del retraso.

La guerra se instala como una costumbre y todo lo que resulte secuela de ella se va asimilando como se acepta una enfermedad o como supera la memoria el recuerdo borroso de una catástrofe. En la multitud originada por los retrasos, los ejecutivos y los escasos turistas parecen reconfortados: la guerra se sufre menos cuando se padece en compañía la desolación que produce.

En el aeropuerto inglés de Heathrow, donde la guerra convive estos días con la nieve, un soldado británico se acariciaba el domingo pasado la barbilla con su metralleta y a su lado un niño hindú jugaba con un avión de papel amarillo. La guerra nos ha llevado a convivir con todo y a hacer que la imagen del horror sea tan usual como el acto de peinarse.

En Barajas resultará extraño, cuando acabe esta guerra, como ocurría en febreros más tranquilos, que no haya guardias con tanquetas a la entrada de las puertas. Y será raro no padecer el retraso acumulado por el uso militar de lo que llaman el espacio aéreo, como si la propia guerra hubiera acotado el. aire.

La aglomeración que ha pro ducido en Barajas el uso militar del aire ha hecho que se pierda por un tiempo la sensación de desierto y de campo minado que la guerra ha puesto como lugar común ahora en las ciudades y en los espacios públicos. La guerra no ocurre sólo en el Golfo sino que se ha desplazado como una mancha de petróleo por todas partes. Un amigo que caminaba distraído por una calle de Madrid causó un susto de infarto a un transeúnte con el que tropezó casualmente. Como si le hubiera caído encima una bomba infernal, el hombre reaccionó pidiendo auxilio y hubo que calmarlo diciéndole que aquello ni siquiera había sido un accidente. Una periodista que viajaba en un taxi de Madrid fue expulsada del vehículo porque el taxista no compartía con ella ciertas ideas acerca de la responsabilidad de la guerra.

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Y parece que no pasa nada lejos del desierto de la guerra. únicamente ocurre que a pesar de que no estaba programado que sufriéramos de tantas maneras la instalación del horror, el azar humano ha hecho que el miedo termine por parecerse en todas partes, incluido el asfalto de Barajas, a las costumbres que genera el ejercicio cotidiano de la sospecha y el odio. Ha sido tan intensa esa mancha que cualquier luz que la disperse se celebra como si se hubieran acabado la noche, la enfermedad y la catástrofe.

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