Numancia en Vilna
EL 90% de los votantes lituanos se ha manifestado en favor de la recuperación de su independencia, que la Unión Soviética suprimió en 1940. Éste es el abrumador resultado del plebiscito que se celebró el pasado sábado en Lituania, pese a haber sido declarado ¡legal por Gorbachov. La primera victoria de los ciudadanos de la república báltica fue el hecho de salir a votar, ya que lo hizo el 84% del censo, pese a las medidas intimidatorias puestas en práctica desde bastantes días antes. La principal incógnita que se abre es el momento en el que los lituanos pretendan aplicar su voluntad: la realidad indica que una Lituania independiente no es viable ahora en el contexto de una URSS no democrática. Moscú no puede permitir una desestabilización de esa naturaleza. Es igualmente peligroso para los lituanos esperar que sea la Europa democrática la que los rescate de una hipotética intervención militar soviética lanzada como consecuencia del irreductismo del presidente Landsbergis.Los lituanos celebraron su referéndum entre dos fechas significativas. Por una parte lo hicieron menos de un mes después de que el llamado Comité de Salvación Nacional (organismo creado por antiguos comunistas para "salvar" a Lituania de sí misma) provocara la matanza de 14 personas en un asalto a la torre de televisión en Vilna. Sin duda este trágico hecho agravó el antisovietismo báltico y contribuyó a estimular los sentimientos independentistas. Por otra parte, además, la consulta del pasado sábado precede a la que se celebrará el 17 de marzo en toda la URSS, ésta sí oficial, precisamente para determinar el futuro de la Unión. Se trata de dos circunstancias -violencia interior y rebeldía respecto de Moscú- que presagian tiempos difíciles para Lituania. Una intervención militar, que no se debe descartar, supondría un baño de sangre en Lituania, el fin definitivo de la perestroika soviética y, por consiguiente, otro nuevo paso atrás -tras la guerra del golfo Pérsico- en el diseño de un nuevo orden internacional tras la caída del muro de Berlín y el final de la guerra fría.
Hace pocos días dimitió la primera ministra lituana, Kazimiera Prunskiene. Se apartaba así de la doble tenaza tendida: por los soviéticos, que la calificaban de independentista, y por los lituanos más radicales (el grupo del presidente Landsbergis), que la tildaban de traidora por ser partidaria de negociar el futuro nacional con Moscú. Prunskiene, antigua miembro del partido comunista, que se separó de la disciplina del Kremlin para fundar un nuevo Partido del Trabajo Lituano, había optado por la vía intermedia: Juzgaba que la única esperanza de futuro está en acordar éste, sea cual sea, con Gorbachov, al que resulta contraproducente arrinconar y echar en brazos del militarismo soviético. Apostar, como hace Landsbergis, a la caída de Gorbachov y, por consiguiente, a la inevitable intervención militar es arriesgado: especula con que el aplastamiento del independentismo lituano sería combatido por la comunidad internacional en una defensa efectiva del Gobierno de Vilna. Las experiencias recientes indican que las reacciones externas en tiempos de crisis no son excesivamente fiables.
Durante medio siglo, las tres repúblicas bálticas, Lituania, Letonia y Estonia, han mantenido claramente sus señas de identidad pese a la represión estalinista y de sus epígonos. Su espíritu de independencia sigue intacto. De lo que se trata es de complementar sus deseos con el equilibrio general de la Unión Soviética. Lejos del curso de enfrentamiento en el que se han embarcado los lituanos, lo más adecuado hubiese sido probablemente que las tres naciones, una vez que su voto en el referéndum del próximo 17 de marzo fuese contrario al mantenimiento de la Unión, negociasen con Moscú la graduación de su despegue hacia la independencia. En el Kremlin no tienen más que a un aliado verdadero: Gorbachov. Apostar por su caída tal vez les garantice una lucha heroica, un numantinismo, pero ciertamente no la independencia.
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