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El pacto del nacionalismo vasco

La laboriosa gestación del nuevo Gobierno ha puesto de manifiesto el calado de un nuevo nacionalismo en el País Vasco. Nostalgias sabinianas, preocupaciones por la lengua, independencia y lucha armada son cada vez más el telón de fondo indispensable, pero telón de fondo a fin de cuentas, sobre el que destaca el interés de significativos sectores sociales vascos, con una nueva clase media a la cabeza, por las, al parecer, inagotables posibilidades abiertas por una prudente administración de la crisis vasca.Corresponde a la autoridad económica estatal dilucidar el significado que las nuevas reivindicaciones económicas del nacionalismo vasco tienen para el conjunto de la economía española, así como clarificar si las mismas podrían ser objeto de una generalización entre el resto de las comunidades autónomas sin poner en cuestión la existencia del Estado como espacio económico susceptible de una creciente integración en el marco comunitario. En el supuesto de que esa generalización no resultara razonable habría que pensar en celebrar nuestra particular reunión del lago Meech a favor del reconocimiento de esa enigmática situación de sociedad distinta para el País Vasco. Y si ambas opciones se estiman inviables será llegado el momento de explorar nuevos caminos. Porque lo que no resulta realista es pensar en una seria rectificación por parte de un nacionalismo moderado ampliamente respaldado por los sectores más dinámicos -en definitiva, más influyentes- de su sociedad.

Creo que la mayoría de la opinión vasca actual se encuentra instalada en un triple convencimiento. La primera convicción sería la de que los gestores nacionalistas, con su falta de solidaridad en relación al resto del Estado, con su disposición, llegado el caso, al enfrentamiento con Madrid, son sumamente eficaces en la defensa de sus intereses económicos, lo que no puede presumirse de los políticos socialistas o del Partido Popular. La segunda tiene que ver con la idea de que el Estado, adecuadamente presionado, siempre puede hacer nuevas cesiones a las demandas nacionalistas. La tercera y fundamental convicción es que cualesquiera que sean las presiones, por altos que resulten los desafíos, lo conseguido, conseguido está, de modo que el riesgo de la apuesta queda limitado a no ganar, jamás perder. Pienso además que los hechos han demostrado lo fundado de estas creencias.

Esta situación, para consolidarse, ha necesitado un adecuado ambiente ideológico. El mismo ha venido dado por una imagen del País Vasco como sociedad pretenda, cuando no nacionalmente explotada, por el resto de España, supuestamente incapaz de comprender la hondura de sus diferencias con la sociedad vasca. El problema no es en este caso de creencias profundas. Se puede aceptar que los herederos de aquellos honrados vecinos de los pueblos que dieron su apoyo al inicial nacionalismo sabiniano puedan seguir hoy convencidos de la necesidad de independencia como último remedio contra la explotación española. Puede que Herri Batasuna cuente con algunos incondicionales convencidos de lo mismo. Lo que no es verosímil es que éste sea un punto de vista compartido por el grueso de los actuales apoyos sociales al nacionalismo vasco.

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Dentro de estos apoyos ocupa un lugar destacado esa nueva clase media a la que antes aludía. Caracterizada por un alto nivel educativo en gran número de casos, administradora natural de la cuestión lingüística y cultural, gestora por excelencia de los complejos servicios públicos dependientes del Gobierno vasco, ha tenido la fortuna de convencer a buena parte de la sociedad vasca sobre la coincidencia de los intereses generales de Euskadi con los suyos propios. Para mantener su alianza con el poder económico le sería indispensable, de una parte, neutralizar, por integración o marginación, al grueso de la clase trabajadora del país. Sin minusvalorar lo conseguido por vía de integración, creo que la marginación se ha realizado de modo particularmente eficaz, resultando sumamente probable que el grueso de los expulsados del sistema político vasco se corresponda con sectores populares, fundamentalmente inmigrantes o vascos de primera generación, incapaces de entender las ventajas de una situación diseñada al margen de su existencia. Pero esto no era suficiente. Se requería, en segundo lugar, una dialéctica de confrontación con el Estado que permitiera mantener un adecuado clima nacionalista al mismo tiempo que conseguir las ventajas económicas susceptibles de reparto entre los aliados de esa nueva clase media hegemónica. El éxito en este segundo objetivo ha sido evidente.

Confieso mi inseguridad en relación a unas afirmaciones que planteo como una hipótesis de trabajo susceptible en algún punto de una relativamente fácil dilucidación. Creo, sin embargo, que este modo de ver las cosas podría explicar una parte importante de las contradicciones y ambigüedades políticas del país. Por ejemplo, la incapacidad del nacionalismo democrático para plantear una alternativa secesionista en lógica consecuencia con algunos de sus planteamientos ideológicos. Una cosa es, a este respecto, asustar a Madrid y al Estado, lo que puede conseguirse con relativa facilidad, y otra cosa es ir a las elecciones con un programa favorable a la separación del resto de España. Además de los riesgos implícitos en una propuesta de este tipo, si Euskadi no es Lituania o Croacia, menos aún España es la URSS o Yugoslavia, la expectativa real de independencia rompería un pacto trabajosamente conseguido. Es imaginable que los profesores de ikastola, dicho sea con respeto para ellos, puedan estar dispuestos a llegar hasta donde haga falta en la consecución de una sociedad monolingüe. Es probable que una parte de los administradores del aparato público vasco estuvieran en condiciones de correr el riesgo. Y no faltarían candidatos para embajadas y comandancias militares, prácticamente los únicos campos en que la expansión de la Administración vasca sería factible. Resultaría imposible, en cambio, que la burguesía industrial, financiera y comercial y las clases trabajadoras estuvieran dispuestas a la aventura sin hacer todas las cuentas, no sólo las estrictamente económicas, derivables de semejante paso.

Si mi hipótesis es correcta, y aunque nunca se debe despreciar la fuerza de las palabras, no hay riesgo de radicalización real del nacionalismo vasco, entendiendo por tal la sencilla presentación al electorado de una reiterada propuesta de secesión; pero tampoco hay posibilidades de que el nacionalismo democrático renuncie a su política de creciente presión sobre el resto de la sociedad española. Pasar del diagnóstico al tratamiento del problema es cuestión no fácil de abordar de modo apresurado. Estimo, sin embargo, que ese tratamiento existe y que no tiene que ser necesariamente el intentado hasta este momento. Pero evitar unas tentaciones arbitristas cuyos efectos nocivos son proporcionales a la entidad de los asuntos en juego hace indispensable apurar primero el análisis de lo que nos traemos entre manos.

es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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