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Las razones de una guerra

Tras la II Guerra Mundial, los intelectuales consideraron durante más de veinte años que su misión más importante era denunciar el imperialismo y el colonialismo, además de prestar apoyo a los movimientos de liberación nacional que destruyeron los imperios coloniales. Jean Paul Sartre fue la figura emblemática de esta generación de intelectuales que tomó partido particularmente por esta causa en la época de las guerras francesas en Indochina y en Argelia o durante la guerra americana del Vietnam, con la misma convicción con la que la generación anterior había luchado contra el fascismo y la precedente a esta última contra la injusta condena de Dreyfus.La importancia de este gran movimiento de liberación nacional antiimperialista, asociado en pleno siglo XX con las ideas y fuerzas socialistas, explica la confusión y el embarazo de los intelectuales de hoy día que vacilan en volverse contra los pueblos y los estados cuya defensa asumieron no hace mucho. De ahí los errores, más lamentables que dramáticos, de algunos que en 1979 creyeron ver en la revolución jomeinista de Irán el triunfo de la libertad y de la justicia; de ahí también la debilidad de las reacciones (particularmente en Francia) durante la sangrienta represión del levantamiento popular en Argelia. De ahí también el eco, al menos relativo, que conocieron los movimientos pacifistas entre los intelectuales.

Ahora bien, esta postura es tan peligrosamente falsa como la que consistió en ver durante decenas de años a Stalin como al heredero de una revolución proletaria y cuyo primer ejemplo fue la ilusión de considerar al Napoleón del 3 de mayo como al heredero de la Declaración de los Derechos del Hombre.

Aquí no se trata sólo de un error de interpretación. Los que se niegan a condenar a Sadam Husein (como ayer lo hicieron con Jomeini) contribuyen a colocar al mundo árabe o islámico más lejos de la modernización económica, social y política, arrastrándole a regímenes que se asientan sobre la destrucción de las riquezas a través de la guerra y del totalitarismo; a reemplazar a los actores sociales por una movilización militar e ideológica; a sustituir las luchas contra chivos expiatorios en el esfuerzo interior de transformación y de modernización. El mundo árabe, como otros, corre el riesgo de inclinarse del lado de la frustración, de la intolerancia y de la agresividad, dejándose arrastrar en peligrosas aventuras militares e ideológicas.

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Europa ha conocido ya los mismos peligros dramáticos. Junto al modelo anglo-holandés-francés que triunfaba al dar autonomía, fuerza y diversificación a la sociedad civil, se desarrolló un capitalismo tardío y autoritario (sobre todo en Alemania, pero en parte también en Italia y fuera de Europa, en Japón, en Brasil y en México) que daba prioridad a la formación de un poder autoritario y, en muchos casos, a la conquista militar sobre el desarrollo económico y la diversificación política interna. Es así como el movimiento de las nacionalidades que había levantado la Europa danubiana en el siglo XIX se transformó en nacionalismos y en fascismos en gran parte del mundo.

Irak se comporta actualmente como una Prusia que apelara a un nuevo pangermanismo y es incluso mucho más militarista que lo fuera ésta: Berlín también fue un gran centro de debates sociales y de creación cultural libre.

Podemos tener diferentes opiniones sobre la mejor manera de parar las ambiciones de la dictadura iraquí y, sobre todo, sobre la política que hay que desarrollar para devolver la capacidad a la consciencia nacional en los países árabes, y particularmente en Palestina, de procurar que nazca una sociedad moderna. Pero en primer lugar debemos esgrimir un juicio claro sobre la naturaleza del régimen iraquí y de todos los regímenes de contra-reforma nacionalista y, por consecuencia, sobre los gravísimos peligros que hacen correr a esta región del mundo y al conjunto del sistema internacional.

Dichos regímenes llevan en sí mismos la guerra como el nubarrón el rayo, por recurrir a una metáfora clásica. Esto no quiere decir que se deban aceptar los fines de guerra de Estados Unidos y de sus aliados sin espíritu crítico, sino que se deben hacer todos los análisis a partir de una consciencia clara del carácter perverso de los regímenes autoritarios o totalitarios que se instalan y se fortalecen en una gran parte del mundo comprometiéndola con la peligrosa vía del subdesarrollo económico y del autoritarismo político.

Los intelectuales europeos no merecerían ya ningún crédito si, tras haber sido seducidos y engañados durante tanto tiempo por los regímenes comunistas, hicieran gala de la misma lentitud y de la misma debilidad al denunciar a los dictadores que han transformado los movimientos de liberación nacional en regímenes totalitarios y agresivos. Desgraciadamente, es muy posible que los acontecimientos se desencadenen más rápida y radicalmente que las ideas y que los militaristas iraquíes recurran próximamente (más amplia y, eficazmente de lo que lo han hecho hasta ahora) a armas y a métodos de terror. Tampoco el papel de los intelectuales debe reducirse a criticar este militarismo: debe buscar por igual las condiciones de una recuperación nacional de los países árabes, es decir, el renacimiento de las sociedades y de todas las categorías de actores sociales de estos países. Este problema tiene mayor urgencia, por un lado, en Palestina y, por otro, en Argelia, mientras esperamos poder considerar un renacimiento del Líbano al que no hay que renunciar. Pero no hay renacimiento social que valga del mundo árabe en tanto que no se hayan agotado o no se detenga a los regímenes totalitarios, militaristas o teocráticos que agotan al mundo islámico.

es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.Traducción: Daniel Sarasola.

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