Fitzgerald, un beso a una añoranza
Las páginas que Fitzgerald sembró con su pluma huelen a perfume ambiguo, a ese aroma que se puede percibir en blanco y negro como el legado petrificado en arte de los años veinte. Francis Scott Fitzgerald, estatua noble de jovialidad y desengaño, corretea por sus propias letras envuelto en diferentes nombres de sus personajes y se sumerge en mujeres bonitas, casi concebidas como sueños, en botellas caras vaciadas con la mueca de la autodestrucción elegante, en el derroche exquisito de la vida económicamente insostenible.La centralización, la condensación de su pluma en lo que nos puede parecer superficial es sublime; el milagro de narrar con la total vivencia se produce; la literatura del alcohol, de la vida desangrada en el olvido de los escollos, del refugio en la nostalgia o en el juego amoroso... todo esto brota incansablemente del manantial de la realidad, alisado el fondo de este manantial, pulidas las piedras que lo abrigan por el inconmensurable don del talento.
Estas impresiones son las que me transmiten las mejores obras de Scott Fitzgerald, esos espejos de letras maestras que anhelan la esencia de aquella era del jazz.
Muere Fitzgerald con la honorable misión de anclarse sobre un ideal pasado, con su mujer trastornada y con su vida arrasada como aquella época sobre la cual fijó el color de su pupila hasta que encontró ese punto exacto en el que nace un beso a una añoranza-
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