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Escenarios morales para la guerra que viene

La guerra es poco menos que inevitable. Una de estas madrugadas, el escudo del desierto se convertirá en ariete del desierto, y la largamente temida batalla dará comienzo. Imaginemos que nuestra flotilla destacada en el Golfo se mantiene como fuerza de retaguardia y que el apoyo logístico que hemos comprometido en los marcos UEO y OTAN no se desborda. Imaginemos también una guerra corta y no exageradamente cruenta. Imaginemos la -de alguna forma hay que llamarla- victoria. Tantas imaginaciones (en lo que cabe) optimistas no nos dispensan de planteamos la posibilidad de que se derrame alguna sangre española en el Golfo. Antes de que la irregular geometría de la zozobra desborde los polígonos regulares del raciocinio, vale la pena preguntarse por el encuadre moral de una guerra con suficientes elementos de novedad en cuanto a sus planteamientos como para hacer casi inútil todo el arsenal ideológico-moral elaborado a lo largo de siglos para justificar la guerra."Dulce et decorum est pro patria mori" ("Es dulce y honorable morir por la patria"). En torno a la máxima horaciana, los defensores del valor moral de la guerra tanto como los antibelicistas de la más variada laya -afirmándola los primeros, negándola los segundos- han venido agrupándose a la hora de sostener (o refutar) la base ética de los conflictos violentos entre naciones que costaban vidas humanas. Central en tal máxima es la idea de patria, un referente tanto racional como emocional que dispensa el silogismo y propicia la apódosis: no necesita demostrar -para quienes creen en ello, claro está- su superioridad en el orden de los valores sobre la vida humana individual. Para los antibelicistas, por lo general, la objeción no reside tanto en la refutación del valor moral intrínseco de la patria cuanto en la preferibilidad absoluta de la vida humana como valor. Uno de los alegatos visuales de más demoledora eficacia contra la guerra, la película de Dalton Trumbo Johnny cogió su fusil..., comenzaba con la cita de Horacio como primer elemento de la antinomia, para oponerle a lo largo de dos horas el soliloquio desesperado de un alma sin cuerpo, una suerte de hipérbole plástica de la muerte concreta (la muerte como proceso, no como estado) bajo cuya luz, las ideas de dulce y honorable se convertían en un involuntario sarcasmo, incluso sin necesidad de denigrar de cualquier manera el concepto de patria.

Desde estos antecedentes, ¿cómo enfrentarse a la guerra que viene desde el punto de vista de su razón moral? No hay, desde luego, prima facie, patria a la que referir la dulzura o el honor de las muertes que pudiera costar. ¿Queda tan sólo la descarnada propuesta de quienes creen que estamos ante un mero conflicto de intereses económicos y que, en realidad, a Horacio, ante este episodio, lo más exacto que se le hubiera podido ocurrir sería algo como "práctico e inevitable es morir por el petróleo?".

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No lo creo. Entiendo más bien que, al contrario, dentro de la básica ambigüedad que comporta siempre la justificación de una guerra, máxime en el contexto de desorganización del lenguaje moral que -tal como sólidamente ha documentado Alastair Macintyre- caracteriza nuestra contemporaneidad, esta guerra que viene sería moralmente más justificable que cualesquiera precedentes contempóraneos que se puedan aducir. Trataré de demostrar por qué.

No se entiende esta guerra fuera de su contexto: el de los cambios geopolíticos y geoestratégicos que sitúan en 1990 la piedra millar del fin de los equilibrios sustentados en la lógica de la división del mundo en dos bloques. El proceso que tras la adopción del esquema explicativo de Francis Fukuyama se conviene en conceptualizar -aunque sea para negar su condición de tal- de fin de la historia es el telón de fondo contra el que se produce la anexión de Kuwait por Sadam Husein. Consciente o inconsciente, la iniciativa del líder baazista es una consecuencia de ese proceso, en la medida en que -y a la sustancia de mi argumento le resulta indiferente incluso que, como no es improbable, Sadam Husein so sepa ni quién es Fukuyama- viene a rellenar el vacío histórico provocado por el fin del conflicto ideológico entre el modelo liberal-democrático y el paradigma marxista. La lógica no es, como interesadamente desde una posición de comprensión hacia Husein se pretende presentar, la de un conflicto Norte-Sur, aunque contenga algunos elementos de ella, ni tampoco, aunque se haga algún uso de esa clave, la de un conflicto islam-Occidente. Es un conflicto suscitado desde una posición, más que cualquier otra cosa, particular, nacionalista e imperialista (aunque se trate de un imperialismo de segunda, periférico). Es la posición desde la que, en la lógica del tiempo venidero, tenderán a suscitarse los conflictos susceptibles de un desenlace en clave bélica. He aquí las paradójicas consecuencias de la détente: en ausencia de un referente de bloque que caucione los intereses particulares insertándolos en una lógica de alcance más general, el más osado puede tentar fortuna.

Por eso la comparación de Husein con Hitler, aunque tiene el valor de vivificar el rescoldo histórico antitotalitario, resulta profundamente inexacta: Hitler ocupaba el centro del escenario histórico de su tiempo, y Husein está muy distante de aquél. No obstante, conflictos como el que el dictador iraquí ha provocado sólo son ahora imaginables desde posiciones periféricas como las que él mismo ocupa.

Pues bien, la pregunta original (¿vale la pena luchar lejos de casa por evitar que un dictador se anexione un pequeño emirato?) debe contestarse en clave del alcance ejemplar con que se presenta el conflicto mucho más que en méritos a los intereses materiales en juego. Y debe contestarse, a mi juicio, mucho más en virtud de las consecuencias morales de la inhibición que en atención a sus (eventuales) consecuencias prácticas.

En el momento en que se escribe esto hay desplegadas en el Golfo fuerzas militares de 24 países. Tal coalición militar de hecho queda a veces ensombrecida en la conciencia por el abrumador dominio del contingente estadounidense. No hay duda de que los norteamericanos estarían dispuestos a asumir solos las operaciones de restitución del orden internacional. Si queremos que el mundo del futuro valga algo más la pena que el ciclo histórico que se acaba de cerrar parece obvio que no podemos dejar que esto ocurra. Es decir, no debemos permitir que el ciclo del equilibrio basado en el valor disuasorio de la destrucción recíproca asegurada (MAD, en el siglario al uso) sea seguido por otro en el que la disuasión sea sólo la resultante del manejo del big stick por parte del amigo americano, a lo que indefectiblemente llegaríamos si en una ocasión como ésta -en la que la razón y el derecho asisten a los aliados- dejamos resolver por sí solos a los norteamericanos el problema existente. La diferencia moral entre dejar que Estados Unidos saque al mundo las castañas del fuego y contribuir entre todos a resolverlo me parece abismal. En un caso estaríamos acatando la pax americana como nuevo orden internacional; en el segundo estaremos apostando por un orden convivencial internacional más equilibrado, basado en la paz, la libertad y la solidaridad.

Por ello, desde preocupaciones morales tal vez no muy lejanas a las que días atrás expresaba en EL PAÍS el gran escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, mis conclusiones son diametralmente opuestas a las suyas. Creo que este conflicto supone una refutación -en el sentido hegeliano de la expresión- de la legitimación tradicional de la guerra precisamente por la forma en que trasciende -superándolo- el interés nacional, la patria como razón que no precisa de razones, en beneficio del orden civilizado de las relaciones internacionales.

Con todo, ojalá que estos argumentos se queden en el preterible histórico, se conviertan en eso que llamaba Unamuno ex futuros para referirse a los acontecimientos posibles que nunca llegaron a ser. Porque, por muy convencido que esté de la justificación moral de este conflicto, a la hora de la verdad, cualquier certeza se descompone ante el llanto de una madre o la mirada de un niño. Mas si por desgracia estas palabras cobraran actualidad, valdría la pena considerar que sobre la angustia y el dolor se podría edificar no ya una patria cuya honra dulcificara el acre sabor del sacrificio humano, sino una patria de las patrias, el mundo como espacio de convivencia más libre y más seguro.

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