Curso superior de racismo
Racista es todo el que se peina. Y nada digamos del que tiene escolta, cátedra o espacio libre en la prensa, todo el que jamás va a pagar, ni vivo ni muerto, las consecuencias de sus propios sermones.El buen racista siempre dispone de otros que paguen su fariseísmo. Los racistas malos embisten a la capa (piel, olor, mugre, miseria), pero los racistas buenos cornean el cuerpo (la raíz cultural, económica, política) y suelen conseguir con cierta facilidad que sean las víctimas quienes pasen por racistas, mientras los verdugos aparecen forrados de paciencia.
El racismo es todo menos racismo verdadero, es un mero envoltorio para la enciclopedia de todos los odios y agresiones sociales, y quien mejor realiza el papelón básico del racista, con su inconsciencia, su pedantería y su taxidérmico despiste existencial, es el progre consagrado.
Esos progretes que tanto alaban un universo de tolerancia y son en verdad tan piadosos desde su tintero con el emigrante, el mendigo, la oprimida, el llagado y el minoritario en general, pronto se hacen cambiar un plato del cubierto de la cena porque no está bien limpio.
Creen que aman culturas extrañísimas, encarnadas en tipos que hablan a cabezazos y como tragando, pero escudriñan cotidianamente al vecino que podría ser demasiado clásico en tal o cual terreno ético.
Estos progretes, toda la vida cazando a críticas a esos teólogos perennes que inciensan dioses lejanos y patean hermanos próximos, y, ellos la hacen más gorda con su teórica predilección por el piojoso y su perruno escudriñamiento profesional y vitalicio del hombre limpio, para encontrarle un fallo reaccionario.
Creen que el racismo es una posición de la veleta, un ángulo que revoluciones y burocracias pueden rectificar, cuando casi todos sabemos que para darle un ligero toque a ciertas veletas habría que arrancar de cuajo la torre entera de la estupidez humana.
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