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Reportaje:

Arganda profunda

Los 'blusones negros', culpados de actos violentos, dicen buscar el respeto de las tradiciones

"Diez de nosotros saben kárate, y dos son yudokas", acaba diciendo Eduardo Horche después de pensarlo. "Pero nadie practica artes marciales para pegar, sino como deporte". Le llaman Lalo y actúa como portavoz-protector del grupo denominado -"por culpa de la prensa y del Ayuntamiento"- los blusones negros, una pandilla a la que se achacan numerosos actos violentos, desde la agresión a dos guardias civiles -durante las fiestas de septiembre de 1987- hasta la paliza que el más duro de los hermanos Horche -"duros entre los duros", les llaman-, le propinó al concejal de Juventud, Iván Zalve, en una discoteca, hace pocas fechas.

Esto es Arganda del Rey. Un pueblo pequeño de la España rural cuya vida se ha visto alterada en los últimos 20 años por la afluencia de emigrantes y la instalación de un polígono industrial.A sólo 27 kilómetros de Madrid, en la carretera de Valencia, la guerra pilló a Arganda en zona republicana y en el frente del Jarama. Todavía hoy, en el cerro situado frente al instituto Carrascal de enseñanza media, pueden distinguirse los agujeros que los republicanos cavaban para esconder armas. Hay trincheras cerca, y se han encontrado patéticas postales escritas por los soldados a sus novias y madres. Postales sin enviar.

Arganda cayó al mismo tiempo que Madrid y se hizo de derechas. La Falange mandó aquí hasta bien entrada la transición, y en el jardín de la iglesia parroquial, un bello pastiche de estilos y de historia, sigue impasible un monumento a José Antonio y los caídos. "Al cura anterior le dijeron que si lo sacaba se iría con los pies por delante", dice Paco el cura, que tiene no pocos problemas porque viste de civil. "Nosotros optamos por taparlo cuando sacamos el Corpus, porque no queremos símbolos políticos delante".

Los toros y la Virgen

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Hay dos Argandas aquí. La de los argandeños de pura cepa, y la de los mangurrianos -una contracción entre mangante y guarro-, con que todavía los del pueblo definen a los foráneos. Son alrededor de 5.000 contra más de 20.000 emigrantes. Una desigualdad contra la cual sólo pueden, los de la sangre limpia, ampararse en sus tradiciones: los toros y la Virgen de la Soledad.

Gracias al polígono y a la emigración, y al alcalde Pedro Diez, que supo ver dónde estaba el progreso y duró en el cargo 14 años, algunos argandeños -las 15 o 20 familias de siempre- se enriquecieron, y otros mejoraron su nivel de vida. Eso no les libra del rencor. Ni de la ira que les produce pensar que el Ayuntamiento (mayoría de Izquierda Unida), por los votos foráneos, está en manos de los comunistas. Al actual alcalde, Julio Gómez, le desprecian y dicen que Díez es quien le da las consignas. Y el peor estigma: Gómez es de Santander.

A la puerta de ese instituto Carrascal, desde el que se divisan las mohosas trincheras, fue donde un muchacho local, merior de edad, apaleó cruelmente a un chico polaco que no cantó, porque ni siquiera sabía qué era eso, el Cara al sol. Y en el Arganda 2, segundo instituto, acaban de ganar las elecciones del consejo escolar unos muchachos quinceafieros que se autodenominan Frente Nacional de Estudiantes.

Pero los blusones no son fascistas. "Somos apolíticos, aunque todos tenemos nuestra ideología, y entre nosotros nunca hablamos de política. Lo nuestro es el toro, las tradiciones, lo que es de aquí". Sería injusto decir que los blusones son un grupo de derechas que actúa como elemento desestabilizador de la sociedad argandeña. Sólo son lo que son: productos del atraso y el temor.

"Cuando llegué aquí, hace 20 años", dice María, profesora, "no había un solo argandeño licenciado universitario". Ahora hay pocos.

La parcela de los 'rojos'_

Lo que explica a los blusones, y a la gente que les apoya -los hay con intereses políticos muy de extrema derecha, y también está el conservadurismo cazurro-, es que, siendo tan fuertes y tan machos, y amando tanto al toro -se precian de ser los mejores recortadores, una forma de desafiar al bicho-, no han logrado la parcela de poder que tienen los de fuera, los que han estudiado, los rojos. Arganda es suya y, sin embargo, se diluye en una geografía que no es urbana ni campesina. En un centro de calles encrespadas en donde florecen los comercios bien surtidos y los comerciantes quejosos del aumento del impuesto de erradicación, sin puntualizar que hasta hace poco era el más bajo de la Comunidad madrileña.

"El asunto se ha desorbitado por culpa de la prensa y, sobre todo, del Ayuntamiento, y ahora damos una imagen de pueblo sin ley", comenta Angelines, propietaria de la perfumería Ancar, cuyo hermano es de los blusones. "Lo único que ellos quieren es que se respete al toro, la tradición".

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Una poesía irreverente desencadenó el fenómeno de los 'blusones negros'

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Hace tres años, en las fiestas, la publicación El Garabato, subvencionada por 50.000 pesetas iniciales del Ministerio de Educación, y en la que trabajaban algunos empleados del Ayuntamiento, publicó un verso procaz que fácilmente podía definirse como irreverente contra la Virgen de la Soledad, la imagen "que respetaron hasta los rojos", según cuenta Mary, la camarera que cuida de la venerada talla, y que no se atreve ni a cambiarle el manto para que los mozos no se pongan bestias. Aquella poesía fue el detonante, y, desde entonces, los blusones -que no pertenecen a ninguna de las peñas y tienen muy a gala ser únicos, indisciplinados, la oposición total al Ayuntamiento- se consideran depositarlos del tarro de las esencias argandeñas. Para que no quemaran la sede de El Garabato tuvo que intervenir Paco, el cura.

Cualquiera podría pensar que son jóvenes, inmaduros, desplazados. No. Hay una mayoría de gente de los 25 a los 36 años en ese grupo de 37 que van siempre en bloque y que consigue certificados de buena conducta en los bares. Cada año, por fiestas, se dejan tres millones de pesetas en consumiciones: no hacen vacaciones, y se gastan lo ahorrado en su pueblo. Es su supremo acto de patriotismo. Están casados muchos de ellos, tienen hijos y acompañan a su mujer al ginecólogo. Se ganan la vida trabajando duro y tienen manos de currante. Torneros, pintores, ebanistas, obreros de fábrica.

Ricardo Horche, otro de los famosos hermanos, el más violento, según dicen, se dedica a colocar techos. Tiene la mejilla izquierda surcada por el asta de un toro y un nerviosismo comunicativo cuando habla a la manera argandeña, con el semos y convirtiendo la r en l. Cuando ve periodistas, avisa corriendo a Lalo: "¡Que ésos están ahí y hablan con los otros!". "No quiero que lo que he hecho yo se adjudique al grupo. Son cosas mías". Está bien claro que no quieren aparecer como una pandilla organizada.

Defensores de la tradición

Y, sin embargo, no son más que eso. Niños peligrosos que se niegan a crecer. No una camada negra, entrenada para comerse a las ovejas. Simples defensores de lo suyo: las tradiciones, el toro, la Virgen, Arganda. ¿Manipulables? Todo y hasta donde se quiera, aunque ellos no lo sepan. Se sienten algo y alguien, pueden armar jarana y saberse temibles, patrióticos, duros e implacables, en esta Arganda del Rey que irrevocablemente está abocada a otro mundo. Le echan la culpa de todo al Ayuntamiento, a los otros que, por tener estudios y carecer de piedades y respeto, alcanzaron el poder con el que querrían hacerse.

Es sólo un juego, podría parecer. Es el juego de la nueva Arganda. No por pequeño, menos temible.

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