Doble asesinato en la avenida de Entrevias
La inoportuna muerte de la única testigo impide aclarar el asesinato de dos drogadictas
Aquel 25 de abril de 1985 amaneció lluvioso. Sobre las ocho de la mañana, una mujer que caminaba por las vías del ferrocarril que separa los barrios madrileños de Vallecas y Entrevías descubrió a dos jóvenes caídas junto a los raíles. La policía y el médico forense comprobaron minutos después que se trataba de dos muchachas que habían sido materialmente reventadas a garrotazos. Ambas ejercían la prostitución para obtener el dinero con que pagar la dosis de heroína que se inyectaban a diario. La oscura e inoportuna muerte de la única testigo del doble crimen, ocurrida un año después de éste, impidió aclarar el caso.
María Francisca Pajares Maroto, de 22 años, había optado años atrás al título de belleza de Miss Madrid. ¿Quién podría reconocerla aquel 25 de abril en aquel despojo humano tirado sobre las piedras? No era, sin duda, la chica menuda y atractiva de otra época, entre otras cosas porque la droga había ido dejando en su cuerpo una huella indeleble. Pero además, ¿cómo reconocerla con los huesos quebrados y la cara tumefacta? María Francisca vestía un pantalón tejano y un chaquetón de piel, en uno de cuyos bolsillos portaba un estilete chino de 10 centímetros.Al levantar su cadáver, en la tierra quedó un extenso charco de sangre justamente allí donde hasta entonces había estado su cabeza. Y al hacerlo, los policías hallaron entre las piedrecillas una fina aguja hipodérmica. Era como si los asesinos hubieran dejado una nota macabra para explicar lo ocurrido. Algo así como: "Esto fue la causa de su muerte".
Tabaco y metadona
La muchacha fue identificada en el acto gracias a que conservaba su bolso, donde guardaba el carné de identidad, un peine, un paquete de cigarrillos rubios americanos y una caja de Saluspín (un sucedáneo de la metadona), que posiblemente utilízaba para aplacar el mono cuando no había podido comprar la heroína que necesitaba. A poco más de un metro de distancia se encontraba el cadáver de la otra mujer. Vestía un pantalón vaquero, un jersey de lana rosa y una chaquetilla de loneta con rayas rojas verticales. Tenía la cabeza abierta y con los sesos al aire, además de múltiples golpes en el cuerpo.Cuando retiraron el cadáver apareció en la tierra otra aguja hipodérmica. De nuevo la firma macabra de los asesinos. La policía la identificó por las huellas necrodactilares. Se trataba de Ángeles Pérez Alcalde, de 21 años, domiciliada en el siniestro poblado del Cerro de la Mica.
María Francisca vivía en el pueblo de Alcobendas, cerca de Madrid, junto con su madre viuda de un obrero de la fábrica Pegaso. Gracias a la insistencia y a los desvelos de ésta, la joven consiguió una subvención del Ayuntamiento para ingresar en un centro regentado por la institución El Patriarca.
"Tendrás que estar aquí al menos durante dos años", le dijeron a la chica al llegar a la granja de desintoxicación. Permaneció allí unas semarlas y al final se fugó, al no poder resistír la fatídica atracción de la droga. Volvió a su casa, y su madre logró convencerla para que regresase a Valencia. "¿No ves que te estás destrozando?", le suplicó, Y María Francisca consintió en intentarlo una vez más. Permaneció durante unos meses en tratamiento en un centro para drogadictos de Valencia, y al retornar a casa "estaba con mucho mejor aspecto e incluso más rellenita", según recordaba una vecina. Sin embargo, el sueño era derriasiado hermoso para ser cierto. La joven volvió a montar de nuevo a la grupa del caballo de la heroína. Dos días después "no era la misma", recuerdan quienes la conocieron. Sus venas le exigían cada vez más droga, y ella no tenía dinero. De modo que no tuvo otra salida que prostituirse en la calle del Capitán Haya.
Angeles y María Francisca eran compañeras de desgracia, unidas por la noche y por la jeringuilla. Aquella madrugada del 25 de abril de 1985 cogieron un taxi y se dirigieron a Entrevías en busca de las dosis que precisaban. Posiblemente el trabajo se había dado mal y quizá no habían hecho ni un solo cliente. Quién sabe. Pero lo más probable es que no tuvieran ni un duro. "No importa... nos lo darán fiado, como otras veces", pensaron ellas.
Esta vez, sin embargo, las cosas iban a ser muy diferentes. Los camellos estaban hartos de darles la mercancía sin recibir nada a cambio. Y el negocio es el negocio: el pago es al contado. Nadie sabe lo que sucedió a partir de ese momento. Lo cierto es que de nada sirvieron las súplicas de las muchachas ni sus promesas de que al día siguiente iban a pagar. Porque una lluvia de golpes, asestados por manos que empuñaban palos y cayados, les trituró los huesos y desgarró sus carnes.
El grupo de homicidios de la Brigada Judicial se hizo cargo de las investigaciones del doble asesinato, y aunque desde el primer momento orientaron las sospechas hacia una de las principales familias de traficantes de Entrevías, no pudieron reunir suficientes indicios para detenerlos.
Testimonio sorpresa
Pero el 1 de abril, exactamente un año después del doble crimen, ocurrió lo inesperado. Enriqueta Arincón Silva, de 18 años, apodada La Mona, fue detenida en la comisaría de Entrevías, acusada de haber vendido unas papelinas a un drogadicto. Debido a que vivía muy cerca de donde se produjo el doble asesinato, la joven fue interrogada sobre si sabía algo de aquel espeluznante caso. Y así relató que Ángeles y María Francisca habían ido a su casa la misma noche de su muerte para comprar heroína. Como ella no tenía droga, les envió al domicilio de otros traficantes, que no eran otros que aquellos de los que la policía sospechaba desde hacía tanto tiempo. Así lo declaró ella ante un abogado. Y así lo firmó con su dedo pulgar impregnado en tinta, ya que no sabía leer ni escribir.Tras la confesión de La Mona, los sospechosos fueron detenidos y encarcelados provisionalmente. El 13 de mayo de 1986, justo el día antes de que tuviera que comparecer ante el juez para ratificarse en sus acusaciones contra los presuntos homicidas, Enriqueta Arincón falleció en el hospital Gregorio Marañón por el deterioro físico que le había producido su adicción a los estupefacientes, según el parte del médico de guardia. Sin embargo, la policía sigue convencida en la actualidad de que la inoportuna muerte de la única testigo del doble crimen se debió a otras causas. "Alguien decidió cerrarle la boca para siempre", sentencia hoy con convicción uno de los inspectores que llevaron el caso.
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