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Religión y política

Nuestra historia secular puede difícilmente entenderse sin poner en relación religión y política. Prácticamente, desde que nos constituimos en Estado-nación, ya muy lejanos los tiempos, las simbiosis y connivencias, enfrentamientos y paces, incluyendo treguas consensuadas, han definido en mucha medida la identidad española. En el Estado austracista, en la monarquía borbónica (absoluta, ilustrada o liberal), en las dictaduras y repúblicas, hasta llegar al actual Estado social y democrático de derecho, la cuestión religiosa aflora siempre, frontal o solapadamente, en nuestra realidad. El último documento de la conferencia episcopal -extenso, beligerante, bien articulado- incide en este histórico y polémico problema.Dos planteamientos se pueden contemplar en todo el texto. En primer lugar, las referentes a cuestiones concretas de la vida social española y de sus comportamientos: certeras unas y otras anacrónicas. En segundo lugar, un replanteamiento, más general, de principios jurídico -políticos que bien pueden considerarse de corte neotradicionalista y alejados de la modernidad española y europea actuales. A esta ambivalencia calculada -críticas determinadas, cuestionabilidad de principios- se podría añadir un dato adicional: la ruptura de la cautela y prudencia políticas que hasta ahora, desde el funcionamiento de la democracia, ha caracterizado a la jerarquía católica. Por las razones que fueren, con este documento los obispos españoles abren o desean abrir una nueva etapa menos neutralista en la relación y cooperación Iglesia-Estado, no ya sólo Gobierno, cuyas consecuencia son impredecibles.

En una primera aproximación, crítica y analítica, del documento episcopal percibo tres grandes ausencias o reticencias: la escasa referencia histórica al comportamiento moral-político contemporáneo de la jerarquía, la infravaloración, mistificación o debelación de nuestro sistema de legalidad constitucional democrático y, por último, el aparcamiento ideológico de la realidad europea en que España está plenamente inmersa. Junto a ello, o con sutil enfrentamiento, hay que destacar un explícito intento de asentar un corpus doctrinal, teológico y jurídico-político, muy dentro de esquemas tradicionalistas y casi integristas. Sin duda, los nuevos vientos vaticanos no serán ajenos a estos planteamientos, como tampoco los procesos de desideologización y fisuras éticas en las sociedades actuales desarrolladas. Pero desde una lectura sosegada y dominical, la jerarquía eclesiástica española, conociendo nuestra historia, debe suponer que con ello facilita polémicas olvidadas. Que su intencionalidad vaya dirigida, directa o indirectamente, a apoyar partidos políticos o, de forma más genérica, a actuar de revulsivo crítico por la inevitable secularización española y europea (secularización que nosignifica anticatolicismo), no queda, en el documento, muy resuelto. Ambigüedad, por otra parte, que permite colegir cualquiera de las dos hipótesis, o las dos complementariamente. El tiempo, como dice Margarita Yourcenar, gran escultor, dará respuesta a este enigma no délfico, pero sí romano o romanopolaco.

Indudablemente, la actitud de la jerarquía católica -no tanto la base católica-, en nuestros últimos periodos históricos, ha sido muy variada. Actitud ante los poderes constituidos y actitud doctrinal. El franquismo, como es sabido, en su ideología y en su legalidad, asumirá fervorosamente la denominada "moral tradicional", constitucionalizando la religión católica como religión de Estado, desde su periodo fundacional, y sólo tardíamente -más por influencias exteriores que de la propia jerarquía eclesiástica nacional- se permitirá una tolerancia matizada, pero sin excluir su hegemonía: el Estado franquista era, por definición, un Estado católico excluyente, en donde el Estado estaba al servicio de la religión y de la moral católicas, y éstas al servicio del aparato estatal totalitario y, más tarde, autoritario. ¿Cuál fue, en esta situación, la actitud y el liderazgo ético de la jerarquía episcopal? Los documentos pastorales, desde su proclamación de la guerra civil como cruzada religiosa, entre buenos y malos, asumieron complacidos -con algunas excepciones- esta simbiosis Estado e Iglesia, como en la época de Fernando VII: la moral tradicional, moral pública, se convirtió en moral impuesta, excluyente y penalizadora. ¿Es esta moral a la que, implícitamente, se refiere el documento actual en los apartados 14 y 34? Esta pregunta tiene sentido al leer, por ejemplo: "En tiempos pasados, la moral católica era la base sobre la que se asentaba la normalidad moral e incluso jurídica de nuestra sociedad española; constituía el patrimonio moral común que orientaba las conciencias. Esto condujo, entre otras cosas, a identificar moral católica, norma jurídica y usos y costumbres normalmente admitidos. La moral católica no es la moral de toda la población. El Estado ha promulgado leyes que autorizan acciones moralmente ilícitas. Por eso, muchos consideran morales estas acciones legalmente permitidas". Esta moral tradicional desmantelada tiene, objetivamente, referencias históricas concretas que, al menos, los obispos deberían aclarar y no dejar en ambigüedades o en parábolas simbólicas y bélicas: "campo de sal", como se define la situación de los nuevos valores éticos.

Una autocrítica honesta que explicase esta relación con la larga dictadura, incluyendo silencios y acomodamientos doctrinales, daría al documento episcopal mayor objetividad y legitimaría, en su caso, sus críticas -muchas de ellas justas- a nuestra sociedad. De otra forma, puede interpretarse que las denuncias concretas son pretexto para establecer o restablecer principios doctrinales que se creían superados. No se trata de pedir responsabilidades, porque la democracia exigió reconciliación y mucho olvido, asumiendo todos, en aras de la convivencia pacífica, la historia pasada. Pero de la no exigencia de responsabilidades a pretender erigir, oblicuamente, la moral tradicional como paradigma de bondad y libertad no es, en justicia, sostenible ni aceptable.

Durante la transición, y la pretransición, la jerarquía eclesiástica, en su mayoría, presidida por el cardenal Tarancón, adoptó una clara posición predemocrática y no-partidista. Separándose del franquismo y de la moral tradicional, y de sus consecuencias jurídicas, se decidió, además, por no apoyar a la creación de un partido confesional, como en otros paises europeos. Razones de convencimiento (afirmar la reconciliación) y también de prudencia llevaron a la dirección jerárquica a una actitud de neutralidad flexible y a una comprensión de la ética europea dominante: racionalización, modernización, secularización. Con ello se evitaba caer en eventuales conflictos durante las contiendas electorales (clericalismo / anticlericalismo) y contribuir a la formación del consenso constitucional. Esta actitud produjo, entre otras cosas, la no-consolidación de tina democracia cristiana como partido confesional y sí, en cambio, penetrar -con la idea fértil de bloque- en diferentes formaciones partidistas. Entre otros, el artículo 16 de la Constitución sintetiza así, aunque con concesiones discrimiriatorias, una visión del mundo tolerante, englobando el humanismo laico y el humanismo católico liberal.

No sólo este artículo, sino nuestra actual Constitución, base de la. convivencia civil e institucional y, por tanto, de la moral social, es apenas citada en este texto de los obispos. Sólo en una ocasión y de forma condicional: "Hay unos valores que pudieran servir de base ética de la convivencia en la sociedad española" (34). Más aún: a través de todo el documento, la distancia, la suspicacia, e incluso cierto enfrentamiento hacia los principios democráticos que Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior informa nuestra ley fundamental (aprobada, en práctica unanimidad, por todos los españoles, católicos y no católicos), es notoria. No sólo la defensa de la moral tradicional, que llevó a la confusión Iglesia-Estado y a la legalización de la intolerancia, sino críticas diluidas al techo ideológico de nuestra Constitución aparecen en diferentes lugares de este documento. Así, el rechazo del positivismo jurídico, la beligerancia a la permisividad y a la tolerancia, la oposición a la racionalidad y a la secularización, se reiteran, de forma no sistemática, pero sí como un hilo conductor dominante. Un neo-tradicionalismo o neo-integrismo, teológico-moral y, sobre todo, jurídico-político, está patente, con formulación renovada, en este poco afortunado documento de los obispos españoles, dirigidos ahora por el cardenal Suquía: la sociedad civil y Estado, confundiendo ambos conceptos, y, en cambio, no explicitando Gobierno, son vistos, en este sentido, como anomia, en la medida en que su techo ideológico constitucional (racionalidad, seguridad, tolerancia, positividad) son cuestionados desde presupuestos teológicos. Afirmar, por ejemplo, que "los derechos se fundamentan, en último término, en Dios y no en simples convenciones y consen30s sociales" es, sencillamente, abrir las puertas a una deslegitimación del principio (y de las instituciones) que fundamenta la democracia y todo el sistema representativo: la soberanía popular. Sin citarlos, los obispos actualizan a Donoso Cortés, a Vázquez de Mella o a Víctor Pradera. La teologización de la política corresponde a otras épocas, afortunadamente superadas.

Finalmente, una última matización, en este análisis de ciertos principios, y no exhaustivo, de la declaración episcopal: nuestra homologación con Europa, aunque discrepen los señores obispos, ha reforzado en la sociedad civil española las bases de libertad y tolerancia, secularización y modernización, supuestos que la jerarquía eclesiástica española, en su historia, no ha sido precisamente defensora entusiasta, aun reconociendo excepciones notables. La identidad cultural, política y jurídica europeas es un resultado de múltiples influencias, de humanismo de distintos signos, y también cristianos: no hay un solo factor determinante. Extrapolar, por otra parte, los acontecimientos del Este, generalizando como utopías (en sentido peyorativo) las ideas de libertad e igualdad laicos, para insinuar la conveniencia de una nueva cruzada religiosa que salvará a la degradada sociedad europea y española, tiene mucho de fundamentalismo arcaico. ¿No es, acaso, la religión una utopía trascendente?

Los obispos, como ciudadanos y como institución colegiada, están plenamente legitimados a hacer críticas (pero no olvidándose, también, de autocríticas) a los Gobiernos y a los comportamientos de los diferentes grupos sociales y, al mismo tiempo, dar doctrina a los feligreses de su Iglesia; pero precisamente por su incidencia social y por su reconocimiento constitucional (y ya no hay regalismo en España) deben ser mesurados en aquellas posiciones doctrinales que pueden servir de base para cuestionar los fundamentos jurídico-políticos de la democracia coristitucional: que el báculo sea apoyo y no arma. Hay muchas páginas de nuestra historia, que es ya historia de todos, que, por buen sentido cívico y ético, conviene no reabrir. Y otras muchas que, desde distintas concepciones éticas y políticas, desde la democracia, la solidaridad y la paz, hay que construir entre todos los españoles.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense y miembro del Comité Ejecutivo del CDS.

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