El imperio de la ley
Los intereses de España, la decisión de nuestros aliados y la violación del orden público internacional por parte de Irak aconsejan que España contribuya a aplicar las sanciones de las Naciones Unidas y a restablecer a Kuwait en su soberanía. Los partidos políticos representados en el Parlamento han manifestado su acuerdo en las cuestiones principales suscitadas por la invasión de Kuwait.A pesar de esa aprobación generalizada, importantes y conocidos articulistas se dedican a explicar las razones (¿las reivindicaciones de Irak?) del invasor y encuentran la política española resultado de una imposición del imperio norteamericano, preguntando sobre lo que se nos ha perdido en mares tan calientes y lejanos para mandar a nuestros marineros de reemplazo. Todo ello no deja de sorprender, pues se trata de posiciones inexistentes en los demás países de Europa occidental. Parece como si algunos creadores de opinión envidiaran el destino de las repúblicas balneario que han renunciado a toda proyección exterior y sólo sirven como campo de golf para jubilados.
Es como si se añorara la diplomacia de Franco, ese tiempo en el que podíamos estar al margen de todo conflicto y de toda responsabilidad, y practicar un antiamericanismo sin consecuencias y una añoranza literaria y platónica de Europa. No se trata sólo del lastre histórico de casi 200 años de aislamiento internacional. Estamos resolviendo ahora la contradicción y la ambigüedad del referendum sobre la OTAN; esto es, que se podría ser un país importante, atlántico y europeo, con liderazgo en Hispanoamérica, peso mediterráneo y proyección norteafricana, sin asumir obligación ni responsabilidad alguna en la parte decisoria y ejecutiva de nuestra alianza.
La tortuosa historia de ese referéndum creó la ilusión colectiva de estar en Occidente y escaquearse a la vez. La decisión del Gobierno de participar militarmente en el embargo a Irak ha roto ese espejismo de manera definitiva. En cualquier caso, cuando nuestros barcos navegan por Oriente hay que saludar con alivio el fin de la hipoteca del referéndum de 1986 sobre la política exterior e interior de España. Finalmente, nuestro país asume responsablemente la realidad de su posición en el mundo y su pertenencia a Occidente y a Europa.
Por otro lado, la tangibilidad de nuestros barcos y el carácter arriesgado y concreto a la vez de la misión que desempeñan hará por fin hablar de los costes, medios, riesgos y objetivos de nuestra política internacional que dejará, por fin, de ser un ejercicio intelectualizado y exclusivamente verbal. Quizá entonces se aclare esa confusión que produjo en los países occidentales la actitud de la oposición popular en el momento del referéndum y realice su primera autocrítica en materia exterior la izquierda española, tan errada en esa materia como que tuvo que caer el muro de Berlín para que muchos de sus intelectuales se liberaran de la creencia en el futuro luminoso de la humanidad que era la URSS.
Sobre esa falta de verdad y de reflexión crítica se edificó en su día el discurso de gran parte de la izquierda española en materia exterior, caracterizado por una huida hacia adelante constante y una ausencia de concreción política. Con Berlín tan lejos, y sin Sadam Husein, podían nuestra izquierda bienpensante y la nación detrás seguir viviendo en el mejor de los mundos posibles. La caída del muro y la invasión de Kuwait nos han despertado brutal e irremediablemente de este sueño aislacionista. La posmodernidad que consistía en hacer de un país de veraneantes una potencia media europea se ha desvanecido. El pensamiento era más débil de lo que parecía y Europa llama a rebato a defender los intereses comunes y restablecer el orden internacional.
Lo más sorprendente es que se preste oídos a los propagandistas del dictador de Bagdad y que expertos en justificar lo injustificable hallen tanto espacio para equivocarse, una vez más, de bando. Por ello, y para evitar que una falsedad repetida una y otra vez pase como verdad a los ojos de la opinión pública, hay que señalar las cuestiones básicas que están en juego en esta crisis.
Sadam Husein no invadió Kuwait ni para reforzar el papel de las Naciones Unidas ni para solucionar el conflicto israelopalestino. Irak se anexionó su poco amenazador vecino para apoderarse de sus grandes riquezas, para pagar la deuda de una guerra inútil y disparatada contra Irán y alimentar en el futuro la maquinaria político-militar del régimen de Bagdad. No se trata, pues, de un acto de justicia árabe contra la injusticia cometida frente al pueblo palestino ni de una operación drástica de reparto de riquezas, sino de una operación de bandidismo clásico adornada de las mejores artes de la desinformación y el terrorismo modernos.
Es evidente que la negativa de Bagdad a acatar las resoluciones del Consejo de Segur¡dad no es la mejor manera para que sean obedecidas otras resoluciones de las Naciones Unidas hasta ahora incumplidas. Pero esta agresión militar ha ofrecido la primera oportunidad de aplicación del proyecto de Gobierno mundial esbozado en la Carta de las Naciones Unidas. Es la primera vez desde el fin de la II Guerra Mundial que la comunidad internacional actúa como tal para pararle los pies a un régimen agresor sorprendido in fraganti en violación de los principios básicos del orden jurídico internacional.
Seguramente, si Irak actuó ahora contra su débil y riquísimo vecino lo hizo pensando que el fin de la guerra fría le daba la posibilidad como tercera potencia militar de imponer su hegemonía en la región y controlar la mitad del petróleo que se produce en el mundo.
Aquí cometió Irak su principal error de cálculo. El régimen baazista, tan acostumbrado al uso de la fuerza contra sus enemigos internos y externos, olvidó la voluntad renacida de la opinión pública mundial de asegurar y afirmar el imperio de la ley haciendo primar los valores de la cooperación sobre los del enfrentamiento, recién superado el bloqueo que suponía la guerra fría al eficaz funcionamiento de la Carta de las Naciones Unidas.
Para explicar esta guerra ya no sirven las monótonas y reiteradas condenas al imperialismo norteamericano. Quienes agitan esta bandera quizá defiendan intereses políticos propios, pero ni contribuyen al reforzamiento le nuestro sistema democrático ni a la formulación de la política exterior que mejor conviene a España.
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