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La muesca

Manuel Rivas

La mano que oprime el dispositivo de control remoto, el explosivo que, activado, se vacía violentamente a sí mismo, el "objetivo" que salta por los aires... Y luego, el silencio. ¿Cuánto dura ese silencio, el que surge entre el fin del trueno y el primer quejido o el girar alocado de una rueda sin eje? El escritor, si realmente fuese capaz, debería escribir ese instante, esa mudez estremecida que compendia la holgura del absurdo. Porque después viene ya la noticia.La noticia, en este caso, habla de dos agentes muertos en atentado a primera hora de la tarde del domingo, día 19, en el lugar conocido como Cabieces, en la autopista de Santurtzi a Bilbao. Es difícil memorizar algo más, si se escucha por radio o televisión. ¿Cuántos kilos han dicho de amonal, o era Goma 2? Los autores, desde su punto de vista, han aprovechado eficazmente la jornada dominical. Pero se repiten. La noticia parece haberse oído antes, una y otra vez, intermitentemente. Incluso es posible que si no hubiese ocurrido, la escucharíamos igual, como sentimos caerse una casa en Beirut, sin venir a cuento ese día, y estar nosotros mirando el ajetreo de una hormiga entre las briznas de hierba. No es cierto, como dicen los semióticos, que el alma se vuelva insensible como una costra, y los oídos sordos y los ojos ciegos, a fuer de reiteración y fotocopia. Ocurre, más bien, que el alma se libaniza, y que en ella retumba, cada vez que el suceso golpea con nudillos inmisericordes, la primera casa desplomada -¿cuándo, cuál y por qué?-, la noticia primigenia.

Pero la noticia vuelve, esta vez en forma de papel impreso. Y entonces uno lee que uno de los muertos, ya tenemos su nombre, Daniel López, y su fotografía, unos ojos inusualmente expresivos para ser foto-carné, es, era, de Cayón.

En el santuario de Pastoriza, adonde acuden las gentes pobres de los arrabales coruñeses y las aldeas bergantiñanas, hay una pintura en madera -la había en mi niñez- de pescadores de Cayón yendo a remo a la búsqueda del Gran Pez. Todavía es Cayón un nido de pescadores encaramado a un peñasco que se adentra en el mar. Entre la ciudad y esa patria de gaviotas y percebes del tamaño de un carallo, que son las islas Sisargas, no es Cayón un lugar turístico, quizá porque el océano lo sea allí sin concesiones, bravo e iracundo, con coletazos que en ocasiones restallan en los tejados. No, nunca será una postal Cayón, con su iglesia de recebo sobre piedra, con sus parches de tela asfáltica en el dorso desnudo de las casas, con esa fealdad sin tapujos que tiene la pobreza al borde del naufragio.

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Leo Cayón, la digo en voz alta, y es como si esa palabra ocupara el silencio que va del fin de la bomba al quejido fatal. En la mili leí un poema de Pasolini dedicado a un policía asesinado en nombre de una abstracción llamada pueblo. Él era, sin abstracción, un hijo del pueblo. Allí, en el acuartelamiento de Loyola, adonde llegué con un proceso militar a cuestas, pude ver muy de cerca a los policías de la reserva de La Coruña, con su pañuelo azul anudado, enviados en tandas a un mundo hostil, que sólo conocerían desde las ventanucas enrejadas de las furgonetas. Luego, por la noche, desde las cabinas, hablaban en gallego con sus familias, contando uno a uno los días del regreso. Fueron tiempos también para meditar qué fuerza de futuro no tendría el nacionalismo vasco, para avanzar en autogobierno y prosperidad, si fuese en su conjunto democrático.

Por eso leo ahora Cayón y me pregunto qué sentido puede tener la bomba de Cabieces. Ellos, los que lo hicieron, pueden emitir un comunicado sin nombres propios. Pero nadie podrá explicar nunca por qué y para qué mataron una tarde de domingo a un hombre llamado Daniel López.

Manuel Rivas es escritor y periodista.

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