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Después del carácter

Ya no hay hombres, ni tampoco mujeres, de carácter. Los que quedan son reliquias del pasado, fósiles de otro tiempo, otra cultura, apenas móvil, en la que se podía ser de una pieza y en la que el genio y figura anunciados ya en la infancia y manifiestos desde la juventud acompañaban a cada cual hasta la muerte. El carácter -cota de malla defensiva, cuando no coraza rígida, como diagnosticó W. Reich- ha venido, incluso en sus más blandas y adaptables texturas, a hacerse disfuncional, escasamente adaptativo en una sociedad que multiplica y modifica de continuo las experiencias humanas significativas.Existen avisos venerables para la mujer y el hombre de carácter: "conócete a ti mismo / misma", "llega a ser quien eres". En ellos se presume que se es uno mismo antes de tomar conciencia de ello, antes de conocerse, y que en embrión, en misteriosa potencialidad, la persona está siendo ya lo que en fruto, en plenaria realización, aún no ha llegado a granar. La popularización de la ideología del carácter es, con todo, reciente: nace con el individuo del Renacimiento y asciende junto con la ascendiente burguesía. No todo el mundo, por eso, pudo forjarse un carácter. Era un lujo fuera del alcance de los sin techo o sin trabajo. En rigor sólo podían adquirírselo las clases acomodadas. Pero en la distorsión con que todo grupo hegemónico confunde su propia situación histórica con la naturaleza humana, era inevitable equiparar al ser humano, en su condición social y moral, con el carácter.

La novela realista del siglo XIX exploró la condición humana con lente de zoólogo que mira a las personas como caracteres, y a éstos, como especies. Es revelador el prólogo de La comedia humana, verdadero manifiesto no ya sólo de la novela de caracteres, sino de la ideología del carácter. Balzac parangona allí los tipos humanos que la sociedad genera con la variedad de las especies en la naturaleza, y declara haberse propuesto desplegar en narraciones la taxonomía de las 2.000 o 3.000 figuras o caracteres de la época, a semejanza de lo que con las especies vegetales y animales habían hecho antes los naturalistas. Pero la metáfora de las especies para la individualidad humana no es sólo ocurrencia novelística. El psicólogo G. Allport, en su empeño por realzar la singularidad de cada ser humano, llega a afirmar que cada individuo difiere de los demás no menos que las especies animales difieren entre sí, o lo que es igual, que cada ser humano es ejemplar único en su especie.

Poco importa si el origen del carácter reside en la naturaleza, en los genes, o bien en las experiencias tempranas, ya sociales. El caso es que cuando adquiere uno conciencia de su vida y quiere tomar las riendas de ella en sus manos, ya están echados los dados, los hados del carácter con que habrá de cargar el resto de la vida. Otro clásico de la psicología, W. James, incurre en el tópico: "A los 30 años el carácter de un individuo se ha asentado como el cemento y no se reblandecerá ya nunca más". Así que floreció una psicología diferencial, cercana a la psicología popular, y en la que ser flematico, pícnico, sanguíneo o, en versiones más recientes, ser introvertido, neurótico o dogmático, era reputado formar parte de un temperamento, un carácter o unos rasgos intrínsecos a la persona, inseparables de ella y apenas ya modificables.

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Ahora bien, sometida al rigor de la investigación, la psicología de caracteres y rasgos ha salido muy quebrantada en casi todas sus suposiciones. En cuanto se ha hurgado un poco en la consistencia del supuesto patrón de los comportamientos, en su constancia, en el origen de las cualidades personales, se ha hecho patente con creciente claridad que las innegables diferencias de las personas en su modo de conducirse están ligadas no tanto a misteriosas propiedades internas a ellas inherentes cuanto a sus escenarios e historia de acontecimientos, así como a sus experiencias y modos de interacción con esos escenarios. La correspondiente divisa no es ya la de ser uno mismo, llegar a ser lo que se era, sino más bien, como indicación descriptiva y a la vez orientadora: cambia el entorno, las experiencias, y cambiará la persona.

Es el cambio novelado por Proust, narrador del tiempo perdido, pero también, y aún más, del yo perdido, de los múltiples yoes abandonados. La propia fragilidad personal, probablemente, alumbró en Proust la lucidez para explorar, más allá de su caso, la esencial vulnerabilidad de la persona: a merced del arrollador flujo del tiempo, o, mejor, del torbellino de los acontecimientos de que el tiempo es portador y que marcan irresistiblemente a quien los vive. En un universo de orden y quietud, a lo Parménides, puede cuajar el carácter. Por el contrario, en las movedizas aguas de un mundo donde todo fluye, sólo es capaz de flotar un yo más ligero que el agua, pero también fluido y precario. A la postre, yo es un momento efímero o quizá intermitente, en todo caso perecedero, como se hace patéticamente manifiesto en la idea proustiana de la terminación del amor: no es que uno deje de amar; es que aquel que estuvo enamorado ya no existe, ha dejado de ser, es otro yo. Memoria, identidad y amor se resienten por igual de la caducidad inducida por la sucesión del tiempo, corriente sin retorno de las experiencias y las personalidades preteridas.

El efecto -devastador del carácter- ejercido por el curso del tiempo se ve potenciado en la sociedad actual por la sobreabundancia y la pluralidad fragmentada no sólo de la información, sino de las experiencias posibles, en dilatación y exceso hasta límites individualmente inabarcables, y que los medios de comunicación contribuyen a multiplicar en un mosaico de vivencias heteróclitas, reluctantes a toda tentativa de unidad y aun de orden.

En un medio de experiencias fragmentado en muchas piezas no es posible ya el carácter de una pieza. No hay espejo donde mirarse de cuerpo entero, sólo pedazos de espejo donde vernos a piezas, como dice un personaje de El hombre sin atributos. Sólo que a este hombre sin atributos -o sin carácter- no es forzoso juzgarle en veredicto inclemente, como parece hacerlo el novelador -y psicólogo- Musil. De una pieza y más bien inmutables -es su simpleza- son los minerales, no los vivientes. La vida es siempre plural y mudadiza. En la honda vulnerabilidad y movilidad humanas, agudizadas en la moderna sociedad cambiante, cabe apreciar no ya y no sólo déficit, sino complejidad y vida llena. Estamos hechos de retazos contrapuestos de la sensibilidad, de la personalidad, algunos de ellos ya petrificados, otros todavía vivos, móviles e inciertos. A aquel retazo que se ha constituido, por un tiempo, en núcleo rector -y en muro de defensa- por comodidad lo designamos yo o uno mismo. Pero no somos de piedra, ni aun en ese núcleo; y es de dudoso valor el yo compacto y a perpetuidad. Antes, al contrario, el yo policromo y poliédrico -que es también el yo versátil, siempre neófito, tenaz aspirante no ya a ser sí mismo, sino a devenir y convertirse en otra cosa- se acerca, más que el carácter, a una calidad divina: no a la divinidad impávida de Parménides, mas sí a los dioses griegos con historia apasionada y aventura. Ironiza Valéry: "Ser uno mismo... Pero ¿vale uno mismo la pena?". O, aún más de raíz, ¿acaso uno mismo es algo? La esencia de yo -y ahora prosigue Valéry- consiste en un poder de transformación, una potencia de ser muchos.

Al prototipo de un yo mineralizado en carácter sucede otro perfil de madurez humana consistente en plasticiad, en adaptabilidad activa -no resignada- a las tareas, a las personas, en capacidad de acometer y cometer nuevos lazos satisfactorios, renovados proyectos, inéditas pasiones: una plasticidad no ilimitada, pues nadie es tabla rasa o cera virgen, y que, por otro lado -¡por favor!-, nada tiene que ver con la irresponsabilidad o el transfuguismo.

¿El carácter? Es el sedimento de lo que hasta aquí hemos sido y la línea de despegue para cualquier proyecto personal. Más allá de eso es superstición proyectora de los demasiado satisfechos de sí mismos y, con eso, bien acorazados. Librarse de la petrificación de lo que uno es, y ha sido, es la suma libertad. "Quien quiera salvar su alma, la perderá, y quien no tema perderla, la salvará". No es vender el alma, la sustancia propia, sólo arriesgarla, en el gesto liberador -de un instante, o por muchos años duradero- de quitarse mansamente la coraza.

Alfredo Fierro es catedrático de Psicología de la Personalidad en la Universidad de Málaga.

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