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Tribuna:SOBRE EL 32º CONGRESO DEL P. S. O. E.
Tribuna
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El modelo de partido

Para el articulista, la tarea más urgente que tiene planteada el PSOE consiste en superar el actual modelo burocrático de organización. Sin solucionar esta cuestión no es posible encarar democráticamente el resto de los problemas.

No le habrá pasado inadvertido al que haya seguido con alguna atención el llamado "debate precongresual" del PSOE las muchas manifestaciones, y hasta algún artículo aparecido en este periódico, en los que se propugna "un debate de ideas y no de personas", sin proponer a continuación algunos temas lo bastante controvertidos para poder articular un debate fructífero. Si no hubiera sido por la polémica, ésta sí que exclusivamente personal, que ha montado la fracción guerrista, oficialista, o el aparato, como se prefiera decir, para desbancar en Madrid a Joaquín Leguína, no hubiera saltado a la palestra el tema capital del 32º congreso: el modelo de partido. Al fin tenemos un tema importante sobre el que discutir, pero bien pudiera ocurrir que no llegue a levantar el vuelo, ya que obviamente no gusta a los que piden, sin mayor precisión, un "debate de ideas", y cuanto más abstractas, mejor.Muy inteligentemente Leguina convirtió un ataque personal en una cuestión de fondo: la tarea más urgente que tiene planteada el partido, hasta el punto de que todas las demás dependen de encontrar a ésta una solución razonable, consiste en superar el actual modelo burocrático de organización. Claro que Leguina no la planteó en estos términos que hubieran significado una provocación innecesaria. Tal es todavía la debilidad de los que cuestionan el centralismo burocrático que necesitan protegerse en un lenguaje ambiguo, que encuentra el mejor refugio en la metáfora: "dos culturas", "distintas sensibilidades", "mayor habitabilidad", "una dirección menos monolítica". Bastaron estos guiños para conseguir en muy poco tiempo frente al aparato omnipresente y omnipoderoso un apoyo considerable que iba creciendo de día en día. Hubo un momento en que parecía que iba a ser verdad el abecé de la democracia: el enfrentamiento electoral de dos concepciones opuestas.

Un aparato no puede tolerar, pues en ello le va su propia existencia, que se resuelva fuera de su control por la vía democrática una cuestión que atañe directamente al modo de organización interna. Leguina fue llamado a capítulo para exigirle una salida burocrática a un conflicto que había ya encauzado democráticamente con la presentación de una alternativa en un proceso electoral abierto. Todavía no está claro lo que Leguina pactó en Ferraz -las versiones de ambas partes no se solapan por completo- pero lo que sí quedó patente es que al que le había tocado la china de tener que defender la democratización del partido -no en vano el aparato había decidido su eliminación- al páralizar el proceso democrático en marcha y asumir una conducta propia del aparato, perdía razón y legitimidad. Sin tener en cuenta la voluntad de los afiliados se pactan los resultados de dos congresos antes de que se hayan celebrado: del primero Leguina saldría portavoz; del segundo, en ningún caso secretario general.

Quitarse la máscara

A Leguina le queda el mérito de haber obligado al aparato a quitarse la máscara democrática y actuar al descubierto, injuria imperdonable que se añade a las anteriores. Debilitada su legitimidad democrática al haber aceptado las condiciones impuestas de espaldas a los militantes, y después de haber renunciado a tener voz propia en el congreso federal -es el precio que hay que pagar para ser considerado de la mayoría- ha dejado en manos de sus adversarios el momento y la forma de su defenestración.

Nunca se gana sin estar convencido de que se va a ganar, dispuesto además a arriesgarlo todo por la victoria. Leguina, convencido de su debilidad, con lo que la ha multiplicado al infinito, ha evitado el enfrentamiento al precio de entregarse con las manos atadas y la boca cerrada al adversario, creyendo con ello no que iba a recuperar el favor del aparato -no lo puedo imaginar tan ingenuo- sino ganar tiempo, nunca se sabe lo que puede ocurrir y lo decisivo es continuar en la liza, cuando en realidad no tenía otra salida que haber dado la batalla con la esperanza de que el aparato, antes que medirse democráticarnente, le dejara sobrevivir, atemorizado por los costos que conlleva un choque público con el modelo democrático de partido. Ningún aparato burocrático puede subsistir sin tratar de legitimarse democráticamente.

El modelo burocrático, que ha resultado compatible con los órdenes sociales y los regímenes políticos más distintos, ha sido descrito a menudo a partir de unos cuantos caracteres sobresalientes que encajan perfectamente en el modelo actual del PSOE: control desde la cúspide que, en aras del monolítismo en que cifra su fuerza, castiga hasta la menor discrepancia y no tolera otro modo de ascender que la cooptación de los que hayan dado prueba de una adhesión personal inquebrantable, con el consiguiente derribo de todo aquel que muestre un mínimo de carácter, capacidad de pensar por sí mismo y hasta fidelidad a las ideas que dice profesar.

Todos los aparatos burocráticos, sea cual fuere el régimen político en el que actúan, necesitan legitimarse democráticamente y, por taríto, consideran el mayor agravio que se ponga en tela de jucio el funcionamiento democrático de la organización, hasta el punto de que la pertenencia o identificación con el aparato se pone de manifiesto al declarar públicamente que se cree en su carácter democrático, a sabiendas que cada uno no es más que un piñón en un mecanismo que controlan otros. Nada me produce mayor tristeza -es una debilidad personal, lo confieso- que escuchar el discurso formalmente democrático de los que han elegido servir al aparato, bien porque piensan que no cabe otra forma de acceso al poder, bien porque estén convencidos de que una organización democrática es tan inestable, como ineficaz y caótica.

A nadie se le oculta que lo que está en litigio en los partidos políticos españoles -y me produce satisfacción comprobar que en el PSOE el debate, aunque todavía demasiado tímido y sin una perspectiva clara, en relación con los demás partidos, asombra por su amplitud y conturidencia- es la democratización interna, de la que, en último término, depende el futuro de la democracia en España. Sin democracia en los partidos, todas las instituciones pierden la savia vivificadora, a la vez que ratífican la ley de la relación proporcional entre burocratismo y corrupción: el poder de los aparatos crecen con la corrupción y a la inversa. Sólo el funcionamiento democrático de los partidos puede poner coto a una corrupción institucional, insita en el orden social establecido.

Sin utopismos ingenuos

Cierto que tanto el modelo democrático, como el burocrático, son "tipos ideales" que, en cuanto tales, sirven tan sólo para ordenar los datos de la realidad, sin que se confundan con ella. De la misma manera que hemos descrito el modelo burocrático todavía en funcionamiento entre nosotros, pero que se revela cada vez menos apto para el grado de madurez alcanzado por algunos sectores de la sociedad española, tentados de rechazar ya abiertamente a todos los partidos políticos y todo lo que tenga que ver con ellos, es decir, ni más ni menos que a la España institucional que califican de tan inepta como corrupta, habría que esbozar el modelo democrático posible en las condiciones reales de nuestro desarrollo sociocultural y socioeconómico en el contexto europeo en el que nos desenvolvemos, sin caer en utopismos ingenuos por los que se suele pagar un alto precio.

Los que pensamos que el socialismo es un proceso permanente de democratización no propendemos a describir una situación ideal con el afán de realizarla aquí y ahora. Una organización se encuentra siempre tensionada por las fuerzas democráticas que provienen de la base y las burocráticas que produce la propia estructura jerárquico-funcional, entre la necesidad de cambio y la de continuidad, por los intereses de los ya establecidos y los que intentan establecerse, hasta por la impronta que logren grabar los líderes naturales y los institucionalels. Teniendo presente todos estos factores, parece indudable que la organización interna del PSOE exige cambios importantes si se quiere recuperar la credibilidad en los sectores urbanos y profesionales, que incluyen partes importantes de las clases trabajadoras, la base electoral propia del socialismo, ya que son estos sectores los que empujan una acción de Gobierno innovadora.

En la etapa actual los cambios organizativos indispensables cabría subsumirlos en dos objetivos básicos: el primero, acabar con el caudillismo, residuo de otros tiempos y de otra sociedad, de modo que nadie en el partido pueda por sí solo tomar una decisión de peso; el segundo, que una vez conseguida una dirección colectiva, con voces diferenciadas, hayamos aprendido a negociar corno expresión de un comportamiento democrático, sin tratar de eliminar a las minorías discordantes que, en un asunto lo serán unas, y en otro, otras. No hay democracia interna en un partido mientras los dirigentes no salten continuamente de ser mayoría a minoría y de minoría a mayoría, según la cuestión en litigio.

A todos los que reclaman un debate de ideas hay que responderles que no habrá debate que merezca este nombre mientras se siga castigando al que disiente. Antes de enumerar los temas que habría que discutir, habrá que asegurarse de que se cuenta con una organización en la que se puede debatir sin riesgo. Que todavía no es así, queda patente en el hecho de que los que exigen "un debate de ideas" no mencionan las que habría que discutir, no vaya a ser que metan la pata y saquen a la luz pública alguno de los muchos tabúes operantes.

No espero del próximo congreso cambios espectaculares, pero todavía no he perdido la esperanza de que logremos emitir algunas señales que marquen el camino de una paulatina democratización, aunque me temo, cuando dejo hablar al analísta, el triunfo sin paliativos del aparato. Para retomar el habla metafórica que ha terminado por imponerse en nuestro partido, urge reconvertir el actual régimen de monarquía absoluta con valido en uno de monarquía constitucional en la que el monarca, en vez de ser cabeza de fracción en nombre de una mayoría permanente, sea coordinador y moderador de un partido plural y democrático, que ha superado la falsa ruptura de una mayoría, siempre la misma y siempre igualmente arrolladora, y una minoría, siempre la misma e igualmente aplastada.

I. Sotelo es catedrático de la Universidad de Berlín y militante del PSOE.

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