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Azaña, la razón en la historia

Antonio Elorza

Hay ocasiones en que vale la pena llegar tarde. El hecho es que hasta los años veinte, ya cuarentón, Manuel Azaña no pasa de figura secundaria en las escenas política y cultural del país. La irónica mención en su revista La Pluma de los nombres ilustres de no-colaboradores, los dones José Ortega y Gasset, Azorín, Baroja o D'Ors, era un signo de evidente distanciamiento intelectual, pero también del "desdén que notoriamente les merecíamos" (C. Rivas Cherif). Sin embargo, el retraso no será inútil. Gracias a haber dejado discurrir la agitada primera década del siglo, Azaña está en condiciones de ajustar cuentas, no sólo al fracaso del regeneracionismo costista, sino con los jóvenes noventayochos que a bombo y platillo anunciaran una renovación pronto abandonada. Pudo asistir asimismo a los reiterados esfuerzos fallidos de Ortega, el más brillante de los miembros de su grupo generacional, por acertar con una fórmula que hiciera posible la modernización de¡ país teniendo en cuenta la abismal distancia entre élites y mayorías. Incluso cabe pensar en el balance positivo de los escarceos políticos dentro del Partido Reformista, culminados en intentos, no menos fallidos, de vencer la barrera del caciquismo electoral. Cuando sobreviene la dictadura de Primo de Rivera, las experiencias se han acumulado y Azaña alcanzado ya plataformas como la revista España -donde sucede a Araquistáin y a Ortega- o el Ateneo de Madrid. Su capital político está incólume, y tiene bien claras las ideas sobre el antiguo régimen y la democracia republicana, la previsible sucesora. El espíritu de demolición podrá servir de palanca a lo que él mismo califica de "un radicalismo constructor".Para empezar, la demolición, orientada en primer plano contra la monarquía oligárquica del "rey neto" Alfonso XIII, un régimen de "ininteligencia e inmoralidad" que la dictadura vino a prolongar. Pero la empresa también alcanza a los callejones sin salida. A los regeneracionistas, que limitaron su papel a la denuncia de lo existente, terminando por ser meros testigos de un desastre nacional que requería soluciones rigurosas y no arbitrismo. A los jóvenes noventayochos, voceros de una ruptura pronto acallada por el espíritu de acomodación. Azaña no cree en una acción de minorías desligada de la masa. A diferencia de Ortega, piensa que lo necesario es dar con análisis precisos sobre los cuales asentar una propuesta democrática capaz de incorporar al pueblo a la transformación del país. Los dos términos de la ecuación, inteligencia y pueblo, se encuentran diferenciados, pero ello no impide la exigencia de una articulación democrática. No obstante, Azaña coincide con Ortega en la denuncia de las inercias que gravitan sobre el presente español, así como en la conveniencia de introducir, si cabe violentamente, el aguijón racional para desbloquear nuestra historia. El carácter nacional es, en este sentido, para Azaña, un producto de la historia, donde han ido sedimentándose todos los factores limitativos a partir de la monarquía imperialista de¡ siglo XVI.

Su soporte sociológico es el atraso de la España rural, que atenaza los movimientos de tinos sectores activos ya plenamente europeos. Pero ni cabe ignorar la capacidad de resistencia de ese carácter nacional ni resignarse a la reflexión esenecialista sobre el problema de España. Los problemas, en plural, no son un atributo inseparable de la nación y admiten soluciones técnicas, ya definidas en otros países europeos -Francia, en primer término-, sobre las cuales montar las reformas. La cuestión militar sería la piedra de toque de este enfoque: se trata, primero, de reconocer en el militarismo una de las claves del estancamiento político del país, para a continuación examinar las reformas militares francesas en un orden estrictamente técnico, con el propósito último de hacer del ejército español, pilar del antiguo régimen, un instrumento eficaz de defensa nacional. Y este cuadro de reformas remite, lógicamente, a un nuevo régimen político. Si en el necesario proceso de cambibel pueblo es visto como una herencia histórica corregida por la razón", ello supone una tarea colectiva que incorpore las medidas acertadas. El político tiene que aceptar esa dialéctica, reconociendo que sólo logrará sus fines cuando sus propuestas sean asumidas por la colectividad a través de procedimientos democráticos. "Los gruesos batallones populares, encauzados al objetivo que la inteligencia les señale, podrán ser la fórmula del mañana", escribe en 1930.

La República adquiere en este montaje un valor decisivo, pero instrumental. Es la clave para una construcción nacional que incluye las grandes reformas imprescindibles -la agraria, la militar, la educativa-, puestas en marcha con el apoyo socialista. Como sabemos, la quiebra del proyecto tendrá en su origen la agresividad de la derecha, pero también la fragilidad del propio instrumento partidario, un republicanismo al que Azaña nunca logra dar la suficiente cohesión y que se disuelve en un escenario donde prevalecen las intervenciones personales. La intransigencia y el rigor, tanto en la oratoria como en la gestión, serán las bazas principales de Azaña. El resultado es también conocido: llega a ser de modo indiscutible la primera figura política del régimen, pero a costa de presidir su hundimiento desde una sentida impotencia.

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En Cabos sueltos, Enrique Tierno Galván evoca sus recuerdos juveniles de un Azaña, a quien admira vivamente, abrumado por la guerra. Desempeña puntualmente la función presidencial, pero su comportamiento denota la inmensa carga de responsabilidad que sobre él ha recaído. Las anotaciones de los cuadernos de guerra y esa obra singular que es La velada en Benicarló confirman las impresiones de¡ entonces miliciano/estudiante anarquista. El compromiso de defender las instituciones republicanas atacadas por la sublevación militar no impide que Azaña contemple la guerra como una explosión de irracionalidad que provoca la destrucción de todas sus expectativas anteriores. La guerra es en sí misma una monstruosidad, y la razón que asiste al bando republicano no lleva a borrar el reconocimiento de los errores y la brutalidad que también encarnan en los comportamientos de sus defensores. La pluma de Azaña no puede renunciar a describirlos, y hay que advertir que en esta tarea tampoco se,encontrará solo -pensemos en el libro Perill a la reraguarda, de¡ ministro anarcosindicalista Juan Peiró, luego fusilado por Franco-, marcando una divisoria ética infranqueable para los rebeldes. Pero lo esencial es ese fracaso de la República como instrumento de transformación nacional. El asalto al Estado de los generales sublevados fue seguido por el de los supuestos revolucionarios, arrastrando un envilecimiento general: en sentido estricto, el hundimiento de la nación es el triunfo de la España arcaica, la roca del carácter nacional contra la que se han estrellado los esfuerzos reformadores. Son juicios presididos por un sentimiento de desolación, atemperado Sólo por un momento cuando, tras la crisis de mayo de 1937, cree posible "la resurrección del Estado" con el Gobierno de Negrín.

Ahora bien, no por eso el espíritu crítico renuncia a mantenerse en activo. Quizá más que La velada en Benicarló o los cuadernos, asombra la capacidad de Azaña para hacer compatible en su último año y medio de vida el hundimiento político (y físico) con la capacidad analítica para revísar el trágico proceso que le ha tocado vivir. Aún hoy, la serie de artículos titulada Causas de la guerra de España constituye un excelente material para orientar cualquier debate sobre la República y la guerra. Al mismo tiempo, se cuida muy bien de incurrir en el tipo de tradicionalismo propio de los republicanos históricos. Rechaza las invitaciones de amigos y correligion arios para participar en operaciones de continuismo republicano. La República ha sido para él un instrumento de cambio político, y su fracaso resulta ya irrecuperable. Esto no significa renuncia a sus ideas. Simplemente es preciso aguardar el cambio político de época y de sujeto histórico. El legado político de Azaña viene de este modo a depositarse en la sociedad española, desde cuyo interior habrá de surgir nuevamente la demanda de democracia. Será "gente nueva" la encargada de atenderla.

Así, el último Azaña se sitúa discreta y lúcidamente en la tradición liberal y dernocrática que él mismo describiera, siempre vencida o minoritariadesde el movimiento precursor de las Comunidades, con hitos aislados como Giner o Pi y Margall, pero en definitiva única corriente de agua viva bajo el cauce seco de la historia política española.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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